Gato café buscaba entre los restos de Gorila rojo su anillo, ignorando por completo los gritos y celebraciones de los simios. Ya libres de cadenas, los habitantes de la colmena llenaban el aire con un ruido que no habían permitido durante años, pero para Gato todo era un murmullo distante; solo había una urgencia: el anillo.
Simio de tierra observaba a Gato en silencio. La atención del felino lo desconcertaba: era cálida, pero extraña, fuera de lugar, repentina y sin razón clara. Se acercó, ignorando a los otros simios que encendían por primera vez en años las luces del edificio.
—Gato café —dijo suavemente—, ¿qué haces?
—Busco el anillo de mi madre —contestó el felino sin alzar la vista.
Simio agachó la cabeza, tomó al felino del hombro y abrió la mano izquierda, mostrando el anillo que brillaba como una estrella en la noche.
—Se lo quité a un pequeño que lo había tomado en la confusión —explicó.
Gato café lo abrazó sin decir palabra. Luego extendió su palma, y el simio le entregó el anillo. Apenas lo tocó, una luz cegadora lo envolvió. El anillo flotó y, al unísono con los destellos de la colmena recién iluminada, salió disparado hacia el oeste. Gato y Simio quedaron solos en la cima del edificio, incapaces de comprender lo que había sucedido.
—No entiendo —dijo Simio—. ¿No dijiste que este anillo es de tu madre? ¿Por qué no puedes tocarlo?
Gato se sentó en la cornisa, mirando el barrio iluminado. Hermoso, sí, pero diminuto ante la inmensidad de su objetivo.
—Tengo que ir al oeste, Simio —dijo—. ¿Sabes qué encontraré allá?
—Puedo decírtelo en el camino —respondió el simio.
—No es necesario que vengas —replicó Gato.
—Quiero hacerlo —insistió Simio.
—No sé por qué no puedo tocar el anillo. No sé qué tan peligroso será lo que encontremos. ¿Canaria de oro estará bien si te vas?
—No te preocupes —dijo Simio—. Siempre me voy un par de días, a veces una semana. Puedo acompañarte y volver antes de que mi amada ave lo note.
Gato lo observó en silencio. No quería arriesgar a otro ser. La suerte los había salvado antes; no entendía cómo ni por qué, y temía que algún día no lo hiciera.
Al descender de la colmena, una imagen extraña lo recibió: la frontera principal seguía en absoluto silencio. Sus habitantes se movían entre la luz y la sombra, ajenos a los gritos de celebración de los simios. El miedo al pasado había calado demasiado hondo; romperlo no era fácil.
Canaria de oro apareció justo detrás de Simio de tierra cuando Gato le preguntó por ella.
—Si te vas, no regreses. No te molestes en volver —dijo, intentando mantener la firmeza en la voz, aunque sus ojos brillaban con lágrimas.
Simio la miró, dudando si era por la luz o por otra razón. Sonrió. Ella no.
—Comprendía que te fueras durante tanto tiempo porque Gorila rojo te amenazaba. Comprendía que te escondieras para sobrevivir. Ahora no tienes que hacerlo. Ya no tienes por qué irte. Si no te quedas hoy conmigo, nunca lo harás. Decide y hazlo hoy. Ya te esperé demasiado —susurró, secándose las lágrimas.
Gato café guardó silencio, su mirada fija en los tenues destellos verdes del oeste. No era solo un viaje; era una prueba de coraje, de destino, de todo lo que él aún no entendía.
Gato café guardó silencio, sus ojos fijos en los tenues destellos verdes del oeste. Las palabras de Canaria de oro aún resonaban en su mente, mezcladas con la urgencia que sentía por seguir la pista del anillo. Sin decir nada más, con un movimiento ágil y silencioso, se alejó y comenzó a caminar por el sendero oscuro que se extendía frente a él. Sus garras apenas rozaban la tierra, absorbiendo la penumbra que parecía engullirlo, pero su determinación era más fuerte que cualquier sombra.
Al principio, cada paso lo llenaba de un extraño vértigo, pues la luz de la colmena y los rostros de los simios quedaban atrás, diluyéndose en la distancia. El silencio lo acompañaba, solo roto por el crujido de las hojas secas y el murmullo lejano del viento entre los árboles. Gato no miraba atrás, solo avanzaba hacia el oeste, guiado por el brillo que aún flotaba en su memoria y el instinto de que allí encontraría algo que cambiaría todo.
Después de un buen trecho, mientras la oscuridad se hacía más profunda y el sendero parecía perderse entre la niebla, un sonido familiar cortó el aire: pasos apresurados que se acercaban con seguridad y urgencia. Gato se detuvo y, con un giro ágil, vio que Simio de tierra lo alcanzaba, respirando con rapidez, pero con una sonrisa firme en el rostro.
—¡Gato! —dijo, intentando recuperar el aliento—. No puedo dejar que vayas solo. Esto no es solo un viaje, necesitamos cuidarnos mutuamente.
Gato lo miró de reojo, evaluando si aceptar su compañía o continuar en silencio, pero en su interior algo le dijo que no podía arriesgar a otro ser sin razones claras. Con un leve asentimiento, volvió a caminar, ahora acompañado por Simio de tierra, y juntos se internaron más en la penumbra del sendero, con los destellos del oeste guiándolos hacia lo desconocido.