Cronicas De Adrik Mogilévichy

CAPITULO 6

Han pasado cinco años desde que crucé las puertas de la casa de Semión con el cuerpo aún maltrecho y las costillas rotas por aquella misión imposible. Cinco años desde que maté a Viktor con la misma furia con la que él rompió mi única fotografía con Vera. Cinco inviernos rusos que no se sintieron tan helados como la primera noche que dormí en esta mansión llena de mármol, oro y secretos. Desde entonces, todo cambió. O quizás, solo yo cambié. Tal vez siempre estuve destinado a convertirme en esto, solo que necesitaba ver demasiado horror antes de comprender cuál sería mi propósito final en medio de esta maquinaria que se alimenta de sangre, poder y traiciones.

Cinco años después, estoy sentado en la misma silla que antes ocupaban los favoritos de Semión. Ya no soy el niño entrenado. No soy la promesa. Soy el heredero. El que lo acompaña en cada reunión, el que conoce las rutas, los códigos, los rostros detrás de las órdenes que cruzan fronteras y hacen temblar continentes enteros. Me llaman "El Silencioso". Algunos, "El Ojo de Mogilévich". Me observan con una mezcla de respeto y miedo. Y yo los dejo mirar. Los dejo imaginar lo que quieran. Porque eso me da tiempo. Y cada segundo que gano en este infierno es un paso más hacia la única salida que me interesa: Vera.

Ya no soy el niño que lloraba por ella en la oscuridad. Ahora soy el hombre que la guarda en silencio, como un secreto sagrado que nadie puede tocar. La imagen que reconstruí con dedos temblorosos y que escondí donde nadie la encontrará nunca, me acompaña incluso en los pasillos más oscuros de este imperio podrido. Vera vive en mí, como una herida luminosa que no quiero que cierre. Como un juramento.

Hoy conozco a todos. Los líderes de las mafias de Europa me saludan como a un igual. He compartido mesa con antiguos reyes del crimen de América Latina, con viejos cárteles de Medellín y Sinaloa que aún sobreviven como bestias astutas. Conozco los modismos de los italianos, la impaciencia de los estadounidenses, la frialdad de los nórdicos. Incluso he estrechado la mano de jefes que operan desde islas lejanas de Oceanía, donde las armas se esconden en los barcos pesqueros y las drogas viajan con las olas.

Pero entre todos esos rostros, hay uno que me causa un asco difícil de disimular. Caolan O'Connor. El líder de la mafia irlandesa de la república de irlanda. El "viejo amigo" de mi supuesto padre.

A veces quisiera que alguien me explicara cómo dos hombres pueden compartir una alianza construida sobre la carne de niños inocentes. Escucho a Semión reír con Caolan en esas videollamadas donde todo parece una reunión de viejos colegas. Brindan. Recuerdan los días en que apenas tenían pistolas oxidadas y cruzaban whisky en botes de contrabando. Se dicen "hermano" sin una pizca de vergüenza. Pero yo solo escucho el eco de las voces de los niños que han sido arrastrados hasta aquí por culpa de esa hermandad maldita.

Porque Caolan no viaja solo. Tiene a su lado a Finegan. La mano derecha. El carnicero elegante. Él no dispara. No ordena asesinatos. No lleva las cuentas. Su trabajo es "el suministro".

Él es quien se encarga de traer a los niños.

Los selecciona como quien escoge carne para el matadero. Los compra en aldeas pobres. Los arrebata de orfanatos que están bajo su control. Los trae aquí, a Rusia, en camiones sellados con candados, en aviones disfrazados de vuelos comerciales, o caminando por la mano de algún sicario que finge ser su pariente. Y cuando llegan… no hay abrazo. No hay bienvenida. Solo jaulas. Solo gritos. Solo el silencio que sobreviene cuando los entrenadores entran con sus botas sucias y con reglas que nadie se atreve a cuestionar.

Yo los he visto.

Pequeños. Ojos hinchados. Dedos temblorosos. Algunos no hablan el idioma. Otros solo lloran. Y todos tienen algo en común: el miedo tatuado en los huesos.

Finegan se los entrega a Semión como si fueran mercancía, como si le estuviera vendiendo caballos salvajes para domar. Semión se los da a sus hombres de confianza. Los mete en las mismas salas donde alguna vez me encerraron a mí. Algunos niños no sobreviven la primera semana. Otros se quiebran. Otros… se convierten en lo que yo fui: herramientas moldeadas a golpes.

Mi padre lo defiende. Dice que es el método. Que no hay mejor lealtad que la que se cultiva desde la infancia. Que así se forman imperios que duran generaciones.

Yo no respondo. Me quedo inmóvil. Los observo. Grabo todo. Aprendo. Porque sé que, si dejo ver el asco, si permito que una sola palabra salga de mis labios, si permito que uno solo de mis gestos revele mi desprecio, firmaré mi sentencia de muerte.

Aquí la opinión es un arma de doble filo. Y el silencio, una estrategia. Pero por dentro… por dentro ardo.

No hay noche en que no piense en arrastrar a Finegan por los pasillos hasta dejarlo sin rostro. No hay reunión donde no imagine a Caolan con la lengua cortada, sin poder seguir mintiendo. Y no hay segundo del día donde no contemple, con una calma peligrosa, la imagen de Semión con los ojos abiertos, muertos, al fin en silencio.

No aún. No hoy.

Hoy finjo. Hoy sonrío. Hoy soy el príncipe heredero de un imperio criminal que se pudre por dentro. El niño que enterraron y que ha vuelto con una nueva cara, con una nueva misión.

Pero todo lo que hago… cada gesto que repito, cada palabra que aprendo, cada mapa que memorizo, cada rostro que estudio, todo es por una sola razón:




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