Escribo este libro como registro de mi viaje, pues posiblemente no sobreviva a esta última empresa. Quizá se pregunte quién soy: no soy más que un hombre del pueblo, con un corazón en busca de aventura y una mente hambrienta de conocimiento. Si puedo serle sincero, no sabría dónde comenzar. Presentarme sería un buen paso: soy Alvar Skogsen, un cazador y naturalista por designio propio. Provengo de Andaberg, un feudo al noreste de Aneal, donde las montañas respiran y mi historia comienza.
Capítulo 1
Niñez
Mis primeros diecisiete años los pasé en mi pueblo natal. Mi oficio fue heredado, como dictan las viejas costumbres. No tengo quejas, lo considero una bendición. Mi señor padre, Ulrik Skogsen, era el cazador de la zona. Cuando alguien tenía problemas con alguna bestia en los alrededores, acudía a él. Escuchaba, hacía preguntas. No era de los que se lanzaban a la aventura sin mediar palabra. Aconsejaba antes de matar. Muchas veces le vi capturar y reubicar criaturas si solo parecían desplazadas. Mi señora madre, Lysel Skogsen, siempre que se enteraba de un evento así, le besaba con las palabras “Por eso te amo, tú le escuchas”. Aunque nunca logré entender a qué se refería.
El oficio siempre fue duro. A pesar de que ella solía aprovechar lo mejor posible la caza, confeccionando prendas con las pieles o conservando la carne, no gozábamos de una posición acomodada. A mis diez años comencé a acompañar a mi padre en sus expediciones. Aún lo recuerdo.
Una osa ártica había asesinado al hijo de un mercader, pagaba extra por el cadáver, deseaba un trofeo, pero mi señor padre no aceptó. Salimos por la mañana, antes que el sol primaveral continuara derritiendo la nieve, con un gélido viento de montaña castigando la piel desprotegida. Cada sonido nuevo me sobresaltaba. Mi padre me reprendía constantemente cuando desenfundaba mi cuchillo, o preparaba una flecha.
—No empuñes armas que no piensas usar. Te harás más lento; pierdes oportunidades con tus manos: sujetarte, comunicarte sin hablar, lanzar algo que podría salvarte. No permitas que el miedo nuble tu pensamiento.
Encontramos un rastro cercano a un río, pero no era un solo animal. Preparamos trampas, y esperamos en un refugio improvisado sobre un árbol cercano.
El incesante aullar del viento me impedía distinguir otros sonidos. Intentaba vislumbrar las diferentes sombras que deslizaban bajo nosotros: mut-muts peludos, ágiles zorros, poderosos maleros. Ninguno era de nuestro interés. Me mantenía en movimiento, flexionando y frotando las manos sobre mi cuerpo. Mi padre se mostraba impasible, reprendiéndome con una sola mirada cada vez que mi movimiento era excesivo. Nos alimentábamos y bebíamos solo lo necesario. Evitábamos exponer nuestros desechos y los cubríamos de hierbas aromáticas. Dos días de espera, hasta que al fin sucedió: las bestias cayeron en las trampas.
Estaba furiosa, rugiendo y lanzando zarpazos sin contemplaciones. Acercarse no nos era posible, y necesitábamos adormecerla. Las flechas no eran una opción, pues su piel era gruesa y necesitaríamos una herida significativa. Tampoco las infusiones, ya que el alcance de sus zarpas hacía imposible obligarla a tomarlas o lanzarlas con precisión. Mi señor padre optó por una humareda con hierbas somníferas. Solo debíamos apartar el humo al notar el adormecimiento, para evitar que se asfixiaran. Aprovechamos el tiempo para armar jaulas resistentes. Tras un largo rato, la osa y sus oseznos estaban listos para ser trasladados.
Él conocía perfectamente aquellas montañas, por lo que no le fue difícil encontrar dónde liberarlos sin riesgo. El cliente enfureció y pagó la cuota a regañadientes. Antes de marcharse lanzó una última condena, declarando que no necesitaba consejos de fuereños.
Mi hermana, Ari, me abrazó como nunca cuando me vio volver, envolviéndome en el olor a abedul de su melena morena. Tras eso me golpeó. A pesar de su delgadez, sus golpes dolían, y aunque era solo un año menor que yo, ya se alzaba un codo sobre mí. La furia en sus ojos castaños era como adentrarse en un sombrío bosque; hizo por no hablarme tanto cómo duro mi ausencia; no quiso escuchar explicaciones. Mi señora madre, sonrió al oír los comentarios del cliente, estrechando a mi padre entre sus brazos, repitiendo aquella frase que escapaba a mi entender.
Después de ese día, acompañé a mi señor padre a todos sus encargos. Ya fuese solo con él cuando se requería sigilo, o con nuestros tres enormes canes cuando necesitábamos apoyo. Los distintos comportamientos y patrones de las bestias me intrigaban. Aprendía de observándolo cómo usarlos a nuestro favor, pero comencé a notar que algunos se le escapaban, pues no los veía de utilidad.
Comencé a hacerle notar las cosas que obviaba. Al principio las descartaba, pero poco a poco comenzó a usarlas. Descubrir las presas preferidas, identificar los olores más atrayentes, aprender qué deshechos usar para repeler o atraer. Todo comenzó a servir, y también comencé a aplicar los conocimientos que se me transmitía.
Ella conocía los misterios de las letras, e instruyó a mi hermana y a mí en ellos. Usábamos restos de carbón en grasa animal como tinta, y realizábamos los trazos sobre tocones de madera. Comencé a registrar en ellos mis hallazgos, aunque mi hambre de conocimiento no disminuyo. A los trece años, después de ayudar a mi señor padre a eliminar una manda de lobos árticos, y recibir mi primer trofeo por mérito propio, un colmillo, comencé a aventurarme en expediciones en solitario. Buscaba continuar extendiendo mis registros.
Al inicio Ari se oponía, pues no podía acompañarme, pero ya que a mi regreso le relataba mis andanzas, comenzó a ser una tradición entre ambos. Ella misma confeccionó un amuleto con el colmillo de mi primer trofeo, para protegerme. Igualmente, el arco y cuchillo de caza que siempre me habían acompañado hacían las veces de amuletos. Allá afuera, eran mi mejor protección.