Crónicas de Aneal- Relatos de un cazador I: Ecos del pasado

Capítulo 3.-La reina de Hrohuldur

Fue una caminata considerable hacia la zona donde Runfeld ubicaba a los mogrul. A pesar de la exigencia de caminar colina arriba, me impresionó lo cadente que era la respiración de mi compañero. La enorme maza en su espalda, casi tan grande como él y hecha de un material nada ligero, parecía ser un torhjal más. El asombro no pararía, pues mi aliento se cortó al ver las cimas de Hrohuldur de cerca.

Desde la lejanía podía adivinar que las montañas superaban la altura de muchas que conocía, pero la magnificencia fue clara después de pasar la primera colina. Quedé inmóvil algunos momentos. Ninguna cima era visible en aquella sierra montañosa. Era natural que fuesen objetivo de diferentes peregrinaciones, pues era fácil sentirse diminuto ante ellas. Algunas montañas no eran siquiera distinguibles por su gran extensión; debían rozar las estrellas.

—¿Alguna vez alguien ha sido capaz de llegar a la cima de alguna? —pregunté, mientras aún admiraba boquiabierto aquella maravilla natural.

—Muchos peregrinos lo han asegurado, pero creo que son patrañas. Las leyendas dicen que solo los dioses tienen acceso a ellas.

—Una creencia bastante lógica; solo un dios podría llegar tan alto.

Mi compañero soltó una pequeña maldición al darse cuenta de que su cantimplora estaba vacía. Tomó algo de nieve para llenarla. Acto seguido, señaló una de las dos que llevaba a cuestas.

—Esto tomará su tiempo en derretirse. No seas egoísta y dame algo de la tuya.

Sacudí una de ellas; pude distinguir un débil chapoteo, pero se la ofrecí. Un pequeño chorro apenas humedeció su boca, y mi compañero paladeó antes de señalar la otra cantimplora sin mediar palabra.

—Esto no es agua, es licor; tomé un poco prestado de tu reserva.

Su mirada fue acusadora.

—No pienso morir por tus vicios. Más te vale no beber eso antes del combate.

Yo solo asentí con una mirada divertida.

—Tranquilo, no es para mí.

Su semblante dejó claro que no entendió mis motivos, pero solo sacudió su cabeza para continuar.

Nuestro camino continuó bordeando las montañas, siempre acompañados por los susurros del viento. Runfeld señaló una amplia caverna llegado un punto.

—Por aquí. Muchas de estas cavernas se conectan. Es un camino más seguro.

La humedad del ambiente era sofocante, sin embargo, las antorchas prestaban un calor agradable. Conforme nos adentrábamos, el sitio comenzaba a ensancharse. El eco de nuestros pasos resonaba en charcos hechos por filtraciones en la roca.

Tras una considerable caminata, un olor rancio se unió a la humedad. Comenzaron a aparecer las cavidades que Runfeld había descrito. Las señalé, pero mi compañero solo pidió silencio sacudiendo su mano. Con un ademán indicó que continuara.

El hedor se volvió insoportable. Mi compañero me indicó detenernos. Se acercó a susurrarme.

—Debemos estar cerca. Prepara tu arco para cubrirme, y mantente alejado del combate principal. Yo conozco a estas bestias, tú no. Usa tu cuchillo como último recurso.

La luz se perdió en la inmensidad de una cámara. Una extraña mucosa rojiza cubría los huesos de diferentes criaturas. Algunas prendas se unían al macabro espectáculo. Lancé una antorcha a la entrada para marcarla. Mi compañero hizo lo propio a nuestro alrededor, y entonces pude vislumbrarlas.

De entre los restos, diversas de estas criaturas comenzaron a retorcerse. Sus cuerpos sonrosados, como los de una lombriz, contraían sus poderosos músculos para adentrarse en los agujeros. Chillidos agudos resonaron en la cámara. Algunas más surgieron de los orificios para amenazarnos con siseos. Sus asquerosas mandíbulas se abrían y cerraban mientras oscilaban de un lado al otro. Mi compañero comenzó a pisotear el suelo con fuerza, incluso golpeándolo con su martillo. Las criaturas centraron su atención en él.

Una de ellas saltó directo en su dirección, pero él fue más rápido. Le repelió con un golpe lateral de su maza. La bestia volvió a esconderse en un agujero. Otra más arremetió, esta vez Runfeld sencillamente rodó para esquivarle. Intentaba controlar el temblor de mis manos mientras observaba aquella mortal danza replicarse una y otra vez. Tuve que disparar a una que saltó desde un punto ciego de mi compañero. Intentaba no moverme de mi posición; estaba hincado sobre una pierna, a pocos pies de distancia.

Las bestias parecían caer, retorciéndose agónicas hacia sus escondrijos. No éramos capaces de recuperar algún cuerpo. Su número presentaba un problema, pero individualmente no suponían más que otras bestias. Poco a poco comenzaron a disminuir. Un extraño ronroneo agudo llenó el ambiente. Las estalactitas comenzaron a temblar, estremeciendo la caverna. Un chillido gutural fue la respuesta al extraño llamado.

Un gran agujero comenzó a formarse en el centro de la cámara. Por un momento mis brazos cayeron a mis costados. Intenté mantenerme en mi sitio, clavado; el instinto gritaba que huyera. La gran reina abarcaba toda la altura de la cámara, con parte de su cuerpo aún bajo tierra.

—¡No dejes que el veneno te toque!

Runfeld no había terminado la frase cuando una bocanada fue lanzada. Él se acercó a la reina para protegerse; yo me refugié tras una gran estalagmita. El veneno cayó sobre algunas criaturas, matándolas casi al instante. Sin pensarlo coloqué la punta de una flecha sobre la sustancia. Disparé a una de las criaturas.




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