La gobernante nos esperaba en el mismo salón donde habíamos cenado, durante nuestra primera conversación. Esta vez muchas de las decoraciones anteriores habían sido removidas. En el sitio solo quedaba el candelabro junto a las mesas y sillas. Ella se encontraba sentada en su sitio habitual, junto a su hijo.
Un aire cálido nos recibió cuando entramos. La mirada y la sonrisa de nuestra anfitriona tenían un tinte diferente en esta ocasión. Continuaba teniendo su aire felino, pero la satisfacción en su rostro parecía… auténtica. Su semblante resplandecía con luz propia.
—Lamento no haber estado presente durante su recuperación, heroicos cazadores, pero mi deber apremiaba. No podía dejar pasar la oportunidad de afianzar mi posición. Espero puedan excusarme. Pero, les pido, permítanme agradecerles como es debido. Es mi deber tanto como señora, y madre. Ustedes han protegido el legado de mi heredero.
Runfeld se revolvió en su asiento. No se atrevió a levantar la mirada a la Baronesa.
—No hay razón de excusarse, mi señora. El deber siempre apremia a nosotros los norteños —declaró.
Ella recargó su mejilla contra su mano, mirándonos de aquella manera que atravesaba tu alma.
—Sabría que usted lo entendería, heroico Valdrik. Y no crean que he olvidado el deber de mi palabra. Me he enterado de que piensan dejarnos pronto. Debo admitir que su andar no ha hecho más que recordarme al legendario Armenzo del Qebranto. Creo que usted le debe llamar Brakar, el quebrantador; si le interesa, nuestros vecinos del oeste le llaman Osred-Laef, el legado del juicio.
Runfeld intentó esconder un pequeño respingo, y apretó sus labios; era claro que quería contener su lengua. La Baronesa solo soltó una carcajada melodiosa.
—Solo juego con usted, pero es la verdad —dijo, sin apartar su rostro de su mano. —Este héroe es tan célebre que en cada sitio recibe un sobrenombre distinto. Allí a donde van, parecen romper las desgracias; parecen estar destinados a esa senda. Si han de partir, no lo harán a pie. He dado la orden de preparar una pequeña caravana que los escolte a su siguiente destino. Dos carretas llevarán las recompensas que les había prometido. Una fue cargada con joyas y objetos de gran valor. La otra lleva restos de la criatura. No todos pues era enorme, pero los suficientes para mostrarles mi buena voluntad.
En ese momento el pequeño a su lado se puso en pie sobre la silla.
—¡Era enorme! ¡De seguro hubiera podido devorar al pueblo entero! —enfatizó, extendiendo sus manos y trazando un gran circulo con sus manos. —Es increíble que solo ustedes dos pudieran derrotarlo.
Intenté aclarar mi voz antes de hablar. Pude notar el amago de mi compañero por hablar. Toqué su hombro para indicarle que me permitiera tratar el tema. Él solo me miró y asintió con gravedad.
—En realidad, mi señor, mi señora, ese es el asunto por el que queríamos hablar con usted. Nosotros no eliminamos a la bestia. No merecemos que se nos llame heroicos o héroes.
La sonrisa de la Baronesa se endureció. Ella enderezó su postura, enlazando sus manos sobre la mesa. La mirada que me dedicó fue como una lluvia de carámbanos.
—Le escuchó. Y debe saber que, por su bien, espero que su explicación sea de mi agrado.
El niño volvió a sentarse en su asiento, como si leyera la reacción de su madre.
Comencé a relatar nuestro encuentro con la bestia: la manera en que nos abrumó con su presencia, mi resolución de volver con vida con información, nuestro ataque final con intenciones de escapar. El semblante de la Baronesa era inexpugnable, pero su hijo se aferraba a su brazo, saltaba, batía sus manos; se intentaba controlar ante las miradas de su madre, pero era claro que no le era posible. Sin embargo, cuando llegué a la parte del dragón, los ojos de la gobernante se abrieron más y sus cejas se levantaron; fue un gesto breve, pero inconfundible.
Runfeld me interrumpía en ocasiones, agregando sus propias vivencias. Cuando terminamos, explicamos también nuestros motivos para guardar el secreto. Entonces relaté lo que creía había sido mi conversación con el dragón. Esta vez mi compañero guardó silencio, pues también era la primera vez que escuchaba eso. Intenté ser claro en que no creía que nuestro salvador fuese a tomar algún tipo de represalia contra sus tierras o alguna otra.
En cuanto guardé silencio, el pequeño volvió a saltar en su asiento, levantando los brazos al cielo. Recitaba lo que parecían oraciones que me eran incomprensibles, en una lengua desconocida. Su madre solo atinó a sonreír.
—Honorables, tendrán que excusar a mi hijo —declaró, con un renovado brillo en su semblante. —Su alma está llena de gozo, junto a la mía. Honramos sus tradiciones, pero mantenemos las de mis antepasados. En ellas, los dragones fungen como enviados del gran Kamshu, nuestra deidad suprema. Hemos sido bendecidos.
—¡Madre, esto merece una celebración prodigiosa!
Runfeld torció su boca, pero no habló. Yo me encontraba confundido, pero pude respirar tranquilo ante tal reacción. Mi cuerpo se encontraba relajado contra el respaldo de mi asiento cuando comencé a hablar.
—Si ese es el caso, dejamos en sus manos esta verdad, mis señores. Confío en que harán con ella lo que sea más conveniente para sus tierras.
—Téngalo por seguro, honorable —respondió la Baronesa. —Entenderé que rechacen las riquezas que les ofrezco, pues yo mejor que nadie conozco la necedad del norte. Pero les pido considerar como obsequio, de una nueva amiga, el carromato con los restos del ave. Existe poder en ellos, estoy segura de que les ayudará en su viaje. Y les entrego un secreto: las armas forjadas con restos de bestias poderosas pueden heredar su poder a quienes logran domarlas.