Crónicas de Aneal- Relatos de un cazador I: Ecos del pasado

Capítulo 8.- La ciudad armada

El camino a la ciudad de Bravélis, conocida en el norte como Bravar, parecía conducir a una gran montaña repleta de follaje. Estas abundaron cuando alcanzamos cierta distancia en nuestro camino al sur. No obstante, la cercanía de la ciudad comenzó a revelar su verdadera naturaleza.

En lugar de rocas y salientes verticales, un enorme tronco sostenía aquel frondoso verdor. Las ramas eran gruesas, superiores a cualquier tronco que hubiera visto. Estas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. En el suelo se observaban hojas de tamaño mayor al de un hombre. Y el follaje era tal, que apenas pasaban los rayos del sol. Había escuchado de ellos por mi señor padre, llamados en la lengua común reyes del bosque: Throkgarn en el norte.

Un puente ancho servía como entrada. Cruzaba un río que corría cristalino, por el que navegaban barcas que ingresaban por túneles excavados en las raíces. El bullicio allí era controlado por diversos guardias. Había carretas, carromatos y procesiones a pie entrando y saliendo.

Un colosal arco nos recibía. Tenía tallados en diversas lenguas; pude distinguirlas de lenguas norteñas: Paz y prosperidad a aquellos que crucen este umbral. Se hablaba en su mayoría la lengua común, pero también se distinguían palabras desconocidas para mí.

A pesar de que los vigías portaban sobrevestas de gran variedad de colores e insignias, sus armaduras parecían compartir el mismo diseño simple, pero efectivo. Mientras esperábamos en la línea para ingresar, un griterío comenzó a surgir de quienes abandonaban la ciudad. Lo que parecía un pequeño grupo militar forcejeaba con los guardias de un aristócrata; se distinguía en los últimos un águila como blasón.

—¡Por más viajes que hagan por su volucris reptans, toda águila termina arrastrándose por la tierra! —escuché declarar a un hombre con armadura imperial, con la serpiente de los Anguis en el pecho y una capa de piel de serpiente.

—¡Al menos nuestros aliados no rezan por nuestra caída! —replicó un anciano, con unos coloridos calzones amarillos y una chaqueta roja, su capa desentonaba con un púrpura vistoso.

Sus compañeros intercambiaron insultos, amenazaron con el puño y avanzaban a sus adversarios. Los vigías no les quitaban el ojo, apretando las lanzas y alzando los escudos. El imperial que había comenzado desenvainó una espada, su vaina y brazales también destelleaban en un mar de colores a la incidencia de la luz; la piel de serpiente era lustrosa. El anciano dio un paso atrás, pero sus acompañantes respondieron el acero. Varios guardias de la ciudad se aproximaron con las armas en posición de combate, y les rodearon con prontitud.

—¡La paz en nuestra ciudad no será rota por sus disputas! Valoramos nuestra neutralidad. Si aprecian su vida se retirarán con las armas envainadas.

El grupo con ropajes coloridos obedeció al instante, pero los imperiales no cedieron. Por un momento pensé que arremeterían contra los opositores. El hombre de la capa solo gritó.

—¡Maxgranor! ¡Gravanis!

Al acto las armas fueron envainadas, como si de una orden marcial se tratara. Los guardias levantaron las armas y abrieron el camino.

—¡Dravanor!

Volvió a vociferar el que parecía ser el comandante de los imperiales, y como soldados iniciaron su marcha. Sus rivales esperaron algunos momentos antes de hacer lo propio.

—Había escuchado que Anguis y Egrilhos no podían cruzar mirada por la guerra, pero no pensé que esas enemistades alcanzaran las ciudades mercantes —declaró Runfeld, con la mirada aún fija en los grupos que se marchaban.

—Los neutrales son los mercaderes, no los compradores. Supongo no podría esperarse algo diferente en un sitio donde ambos comprar las armas para matarse mutuamente.

—Esto es lo que sucede cuando las viejas costumbres no son seguidas —sentenció, soltando un sonoro bufido.

—No olvides que esas costumbres son solo norteñas, no por nada estamos separados del resto.

Mi compañero solo atinó sacudir sus hombros, como si con eso le restara importancia al asunto. Sus labios estaban apretados, con seguridad mordiendo su lengua.

Un par de guardias detuvieron nuestro paso, barriendo con la mirada a nuestros animales de tiro. Uno de ellos se les acercó con la lanza por delante. El otro se posó al lado de mi compañero, cuestionando.

—Esas son bestias imperiales de combate. No queremos más incidentes en nuestra ciudad. ¿Qué hace un par de norteños con tan extravagante animal de tiro?

Mi compañero torció la boca. Yo me adelanté, posando mi mano en su hombro para detener cualquier mordaz comentario.

—Fueron regalos, honorable, de un gobernante del norte. Sabrá que los caminos pueden ser peligrosos. No tiene de qué temer, están entrenados.

Las miradas escrutaron a los reptiles otra vez. El guarda junto a ellos dio vuelta a su lanza y golpeó los costados de una de las criaturas. Esta solo dio un leve bufido de advertencia, pero después continuó probando el aire, desinteresada en el hombre a su lado.

—No correremos riesgos. Deberán dejarlos fuera —declaró el guardia.

—¿Sus hombres tomarán su lugar? —sentenció Valdrik. Ambos guerreros lo fulminaron con la mirada, pero él continuó antes que pudieran protestar. —Tenemos varios restos de animales para negociar. Entre ellos los de un brako, o bisonte gigante en la lengua común. ¿Cómo piensa que los ingresaremos a su ciudad? Creía que aquí cualquiera podía venir a hacer negocios.




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