En épocas antiguas, Dhur fue un hombre al que le fue conferido como única misión velar por el cuidado de los habitantes del continente. Fue heredero de la longevidad y poseedor de la sabiduría plena. Todos los secretos y conocimientos le fueron concedidos.
Transcurrieron los siglos y Dhur, cansado de estar en soledad y alejado de los suyos decidió abandonar su llamado, aventurándose en la búsqueda de un mejor porvenir.
La tierra por la que transitaba era llamada Anthir, más conocido como el viejo continente. Los diversos paisajes comprendían desde extensos bosques cubiertos del verdor más vivo hasta lagos que poseían una transparencia que era capaz de reflejar el alma y las inmensas cascadas que descendían de las montañas que parecían tocar el índigo firmamento. Los extensos desiertos conquistaban una parte de la tierra y, hacia el norte, la capa blanca de la nieve gobernaba sobre los altos montes.
Dhur conocía cada rincón del continente y, fue así que en un inhóspito valle vio que frente a una cabaña había un anciano que se mecía en una vetusta silla. Se acercó con los brazos cruzados hacia atrás y se puso frente al enjuto hombre.
—Señor —se dirigió con respeto—. Vengo a ofrecer mis manos para su servicio.
—No es común ver a jóvenes como tú caminar por estos lugares —dijo el anciano—. Mi hijo ha viajado y ya no ha vuelto. Este viejo ya casi no puede caminar. —Al sonreír sus arrugas deformaron su rostro—. No tengo mucho que ofrecerte, pero tendrás un techo y comida caliente.
—No lo defraudaré Señor.
—Bienvenido a mi humilde morada —se frotó las manos—. Puedes empezar alimentando a las ovejas que se encuentran atrás —ordenó.
Dhur acató la orden y, fue entonces que vio a aquella hermosa mujer que estaba apaciguando a algunos animales; su rizado pelo castaño centelleaba con los rayos del sol y sus rojizos labios parecían como el capullo de una rosa. Al verlo, la mujer retrocedió atemorizada.
—Tranquila. —El hombre sonrió y mostró una hilera de dientes blancos—. Me llamo Dhur —hizo una leve genuflexión—. Soy el nuevo ayudante de tu padre.
—Hola —dijo sumisamente—. Soy Liane.
—Un gusto Liane —respondió.
Pasaron los años y Liane dio a luz a sus primeros dos hijos. En ese momento, Dhur tuvo que revelar su secreto a la familia, de quién él era en realidad.
El momento difícil llegó cuando su esposa, ya siendo anciana, murió en sus brazos, mientras que Dhur seguía igual que la primera vez que la conoció. Solo quedaron él y sus hijos, que a pesar de transcurrir los años estos tenían el aspecto de niños.
Fue así que se dirigieron al este y después de caminar por varios años llegaron a una modesta Villa. Los largos campos de cultivo se extendían a su alrededor y las columnas blancas de humo se escapaban por las chimeneas de las pequeñas chabolas.
En aquel tiempo, trabajó para una familia como arador y conoció a una mujer que trabajaba en la casa. Sus cabellos rubios contrastaban con sus ojos claros como el agua cristalina y su sonrisa era capaz de alumbrar el alma más solitaria. Con el paso del tiempo, la misma terminó siendo la madre de sus dos siguientes hijos, que heredaron su dorada cabellera.
Los años pasaron y Dhur veía como su hermosa mujer se arrugaba, repitiéndose la dolorosa historia de siempre, la acompañó hasta su último suspiro y después decidió abandonar aquel lugar llevándose a sus hijos.
Después de deambular por varios años con sus cuatro hijos, llegó hasta una montaña que parecía ser el último rincón del continente. Intentó descubrir la punta, pero le daba la sensación de que el gigante rocoso no tenía fin. A medida que se acercaba al pie de la montaña, se percató que bajo un frondoso árbol yacía una precaria casa que parecía estar abandonada.
Dhur con su larga barba y prenda andrajosa se acercó a la extraña morada. Abrió la chueca puerta y vio tendida a una mujer, con ligeros pasos se aproximó al escuálido cuerpo que estaba postrado en una esquina. Se arrodilló y notó que la mujer despedía un fluido transparente por la boca, entonces hizo uso de su amplia experiencia y empezó a realizar una mezcla de hierbas. Sosteniendo el cuenco que rebosaba de un líquido verdoso la levantó suavemente colocándole una mano detrás de la nuca y le dio de beber.
Al día siguiente la misteriosa mujer recuperó el habla y agradeció a Dhur por haberle salvado la vida, emergiendo así una nueva amistad, que a lo largo fue transformándose en algo más. La mujer dio a luz a los últimos hijos de Dhur, la peculiaridad de estos era que tenían los cabellos de un tono grisáceo.