Una neblina grasienta flotaba sobre los callejones del puerto. El olor a orina vieja, pescado podrido y gasolina quemada era tan espeso como la oscuridad. En la parte trasera de uno de los hospitales públicos de Pireo, una pareja se detuvo junto a un contenedor oxidado. El hombre tenía los dientes amarillos, la barba pegada al rostro por la mugre, y los ojos como carbones apagados. Ella, huesuda, temblorosa, con los labios partidos por el frío y la abstinencia.
En sus brazos, un bebé recién nacido envuelto en un abrigo raído y un peluche con el ojo arrancado.
—Aquí está bien —murmuró Vasilis, con la voz rasposa y el gesto tenso—. Dámelo.
Sofia dudó, estrechando al recién nacido contra su pecho.
—¿Estás seguro? ¿Y si hay cámaras?
—¿Tú crees que en este tugurio hay presupuesto para cámaras? Bastante tienen con mantener los tubos del gas sin explotar.
Ella bajó la mirada. El bebé apenas pesaba, apenas se movía. Como si ya hubiera entendido lo que le esperaba.
—Se va a congelar, Vasilis… Es tan chiquito…
—Y tú tan estúpida —gruñó él, arrastrando las palabras como si le dolieran—. ¿No te bastó con la noche de ayer? No dormimos ni una hora. Otra más así y me reviento los sesos contra una pared.
—Solo digo… —titubeó—. Es un bebé.
—Es una carga. Un error. Un grito con patas. Y yo ya tengo suficientes ruidos en la cabeza como para cargar con otro.
—Es que… no sé. Es nuestro hijo.
Vasilis soltó una risa seca, vacía de todo.
—¿Nuestro? ¿Ahora te nace el amor maternal porque viste una película vieja? ¿O fue el instinto ese que nunca tuviste cuando me abriste las piernas sin preguntar?
—No me hables así.
—Entonces no digas idioteces. ¿Qué parte de "no tenemos nada" no entendiste? ¿Y tú quieres criar a un recién nacido?
Sofia tragó saliva. El frío se le colaba por los agujeros del abrigo.
—Podríamos buscar una iglesia… alguna familia…
—¿Y pedirle al cura que le cante nanas mientras tú te inyectas en el confesionario?
—No soy una basura, Vasilis.
—No. Tu eres algo peor: una basura que se cree santa. —Le arrancó el cigarro que colgaba de su boca y lo escupió al suelo—. Este niño va a morir igual que nosotros si lo seguimos arrastrando.
—Es que lo vi. Vi sus ojos. Son… tan verdes... Como los de mi madre. Podríamos… intentarlo.
Él la miró con un desprecio tan frío como el viento.
—¿Intentar qué? ¿Criarlo con qué? ¿Con tus promesas? ¿Con tu ternura de papel mojado?
—No quiero que crezca como nosotros.
—Muy tarde. Ya lo es.
Ella abrazó al bebé con fuerza, apenas un segundo.
—¿Cres que nos va a odiar?
—Eso espero. El odio es lo único que te mantiene en pie.
—Está temblando.
—¿Y? Más fácil que lo encuentren. Las enfermeras lo verán llorar y le darán una manta. Tal vez hasta un nombre.
—No está llorando.
—Mejor. Así no molesta.
Sofia se quedó quieta. El bebé dormía, o tal vez no. Ya no lo sabía. Vasilis se encendió otro cigarro con manos temblorosas.
—No puedo —susurró ella.
—Claro que puedes. Ya lo hiciste antes. O no te acuerdas del niño anterior que no nació.
Sofia cerró los ojos.
—No me lo recuerdes.
—Entonces déjalo ya. Y vámonos. El tipo del muelle me está esperando. Tiene lo que necesito, y no pienso perderlo por un mocoso sin papeles.
—El peluche… —murmuró.
—¿Qué con él?
—Era de mi hermana. Se lo dejo. Al menos tendrá algo que abrazar mientras…
No terminó la frase. Solo se inclinó, y con una delicadeza que ya no tenía sentido, colocó al bebé sobre el suelo de cemento frío, entre una bolsa rota y una caja de cartón aplastada. Lo cubrió mejor con el abrigo y le puso el peluche al lado.
—Listo —dijo Vasilis, sin emoción—. Vámonos.
Ella no respondió. Se quedó mirando el rostro dormido del niño. Por un momento, solo por un instante, pareció que su cuerpo iba a desplomarse junto a él.
—Un segundo más —pidió.
—Un segundo más y me voy sin ti.
Sofia dio un paso atrás. Luego otro. Hasta que el bebé quedó atrás. Invisible. Olvidado. Ella y Vasilis Se fueron entre las sombras del callejón sin mirar atrás.
La madrugada caía lentamente sobre Pireo como una losa de cemento húmedo. Los callejones del puerto respiraban hedor a grasa, sal de mar, orines viejos y humo de escape. Era una noche sin luna, sucia, como la conciencia de quienes la habitaban. En el hospital público, el turno nocturno avanzaba con el mismo letargo y desdén con el que se acumulaban los expedientes olvidados. No había prisa, ni esperanza, ni verdadero silencio. Solo el zumbido de luces fluorescentes y los pasos arrastrados de un personal cansado de estar despierto cuando el mundo duerme.
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Editado: 31.07.2025