En Agios Theron lo llamaron definitivamente 05A. Cinco. Porque fue el quinto en superar el umbral de resistencia neurológica bajo privación total. A. Porque pertenecía al grupo Alfa, el más controlado, el más temido. Nunca nadie volvió a llamarlo N.N. Ni siquiera él mismo.
La metamorfosis no comenzó con un grito. Comenzó con el silencio. Un silencio espeso, fabricado, antinatural. Un silencio diseñado para anular incluso el pensamiento. La celda a la que fue asignado apenas medía tres metros por dos, sin ventanas, sin bordes suaves, sin rastro de intención humana. El techo era de concreto agrietado, las paredes sudaban humedad, y el suelo parecía absorber el calor de los huesos, como si el frío estuviera vivo.
Dormía sobre una plataforma de cemento, sin manta, sin almohada, con una única luz en el techo que parpadeaba sin ritmo definido. Aquella luz era su única referencia temporal: a veces permanecía encendida días enteros; otras, se apagaba durante lo que podrían haber sido semanas. No había voz, ni relojes, ni señales de que afuera el mundo giraba. La intención era clara: separarlo del tiempo, de sí mismo, de cualquier cosa que pudiera recordarle que aún era humano.
El primer experimento fue el aislamiento sensorial prolongado. Durante las primeras tres semanas —o eso creía él— no oyó otra cosa que el goteo lejano de una cañería mal sellada, interrumpido solo por el zumbido de la lámpara defectuosa. Le retiraron el agua al segundo día. La comida al tercero. El oxígeno se reducía gradualmente cada noche, dejando el ambiente cargado, viscoso, como si respirara a través de un pulmón muerto.
Una vez al día, una rendija se abría en la parte baja de la pared, entregándole una bandeja de acero con una cantidad mínima de sustancia marrón, casi sólida, y un vaso de líquido turbio. Él la empujaba intacta contra la esquina más lejana de la celda. Nunca comía. No porque no tuviera hambre, sino porque entendía que la verdadera prueba no era física. Querían ver si él era capaz de decidir no alimentarse como forma de control. Lo era. Y eso fue lo que asustó a los técnicos que lo observaban.
Al décimo día sin ingerir alimento, le inyectaron glucosa líquida a la fuerza. Lo sujetaron con correas de cuero gastado, mientras una enfermera sin rostro —cubierta hasta los ojos por una máscara quirúrgica— introducía la aguja sin buscar venas, sin anestesia, sin cuidado. Lo observaba fijamente mientras el suero recorría su brazo como hielo quebrando nervios. Él no gritó. No se movió. Cerró los ojos y contó hasta cien mil en silencio. Uno. Dos. Tres. Nunca perdió la cuenta. Nunca perdió el control. Mientras su cuerpo cedía, su mente se alzaba como una torre de vigilancia en ruinas, pero aún en pie.
La segunda fase fue mucho más física. Le llamaban “acondicionamiento de respuesta”. Una palabra que significaba lo siguiente: cada vez que mostrara una reacción emocional —llanto, risa, sorpresa, ira— recibiría una descarga eléctrica calibrada al nivel de sensibilidad nerviosa de su columna vertebral.
La habitación donde realizaban esta rutina estaba pintada completamente de blanco, con una silla metálica en el centro, rodeada por monitores que escaneaban su rostro, pupilas, temperatura dérmica y tensión muscular. Lo sentaban desnudo. Lo ataban con alambres metálicos en muñecas y tobillos, y lo conectaban a una batería de pulsos que podía modularse desde una consola ubicada tras un vidrio blindado. Un técnico ajustaba las descargas a medida que él respiraba. Empezaron por provocarlo con imágenes. Al principio eran cosas sencillas: un cachorro herido, un bebé llorando, una madre gritando por un hijo invisible. Nada. Luego, los contenidos se tornaron más agresivos: incendios reales, cadáveres de niños, cuerpos mutilados en rituales filmados en conflictos bélicos. Seguía sin parpadear.
Una semana después, el sistema cambió. Dejaron las pantallas y lo enfrentaron a otros niños. Lo obligaron a mirar cómo uno de ellos —un niño más pequeño, de unos cuatro años— era ahogado lentamente en un tanque de agua frente a él. La técnica era simple: si intervenía, lo golpeaban. Si lloraba, lo electrocutaban. Si no hacía nada, le permitían dormir. Aquella noche durmió profundamente, por primera vez en días. El niño del tanque no volvió a ser visto. Pero a la mañana siguiente, la enfermera le dejó una rebanada de pan con sal gruesa sobre la bandeja. Un regalo. Una recompensa. Lo miró. No tocó la comida. La empujó por la rejilla, como si devolviera un mensaje cifrado: "No estoy aquí para aceptar premios."
La tercera fase fue puramente experimental. Le llamaron “simulación de despersonalización activa”, pero en la práctica era una forma meticulosa de destruir el sentido de identidad. Le prohibieron hablar. Luego, le prohibieron pensar en voz alta. Le retiraron cualquier objeto que pudiera usar para escribir o dibujar. Su reflejo fue cubierto. La celda se volvió oscura las veinticuatro horas. Las únicas frases que escuchaba eran grabaciones que se reproducían al azar: “No eres un niño.”, “Tu madre está muerta.”, “No tienes nombre.”, “Eres un error.”
Lo soportó durante cincuenta y tres días. La noche del quincuagésimo cuarto, arrancó un pedazo de yeso del muro y lo afiló contra el suelo. Luego, en su antebrazo izquierdo, se escribió con precisión quirúrgica: 05A.
Cuando los técnicos lo encontraron, estaba despierto, sentado sobre su cama de concreto, sangrando lentamente, sin parpadear. No reaccionó cuando le abrieron la herida. No emitió queja. Solo dijo:
—Ahora sí tengo un nombre.
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experimentos geneticos, infancia lleno de traumas, psicología oscura
Editado: 17.08.2025