Crónicas de Celestia 1: Deber y Destino

1-. Robo

Con cada latido de su corazón, el monje se acercaba al apocalipsis. Sin que su limitada mente lo supiera, el camino que estaba a punto de emprender sería más largo de lo que esperaba.

Remanente llevaba un tiempo sintiéndose disgustado. Hacía tres ciclos que fue internado en la abadía y empezaba a cansarse de tanta clausura. Desde que tuvo uso de razón, siempre deseó una vida tranquila; una en la que la comodidad fuera la regla y no la excepción; una donde respirara paz cada vez que se despertara. Y así había sido durante algún tiempo, pero, por razones que no lograba comprender, esa vida ya no le satisfacía en absoluto.

Durante esos tres ciclos, Remanente había cumplido con sus obligaciones como religioso. La adoración al Altísimo era su prioridad. Cada día, sin falta, rezaba pidiendo que el sol volviera a brillar en los cielos. Un sol que, por razones desconocidas, llevaba mucho tiempo ausente. En sustitución del benéfico sol, unas brumas espesas y sombrías se extendieron por todo el mundo. La gente de Celestia las consideraba niebla, pero eran otra cosa, algo místico. Durante el periodo que correspondía al día, como el sol brillaba tras un espeso manto de brumas, se comenzó a llamar siemprepenumbra. Era un nombre que representaba a la perfección una claridad intermedia, ni mucha ni poca. En cambio, cuando el sol se ocultaba en el horizonte y llegaba la oscuridad, se comenzó a llamarla siempreoscuridad. Nombre dado por la negrura absoluta. Ambos neologismos surgieron del miedo y la superstición de la gente que habitaban el continente.

Durante esa siempreoscuridad, Remanente no se hallaba tranquilo. Hacía unos días, mientras se dedicaba a barrer la puerta de entrada al edificio, se presentó una caravana de comerciantes. Eran los únicos que tenían autorización para entrar y salir de la abadía, aunque sus visitas siempre eran esporádicas y breves. El abad Alejandro los recibió como si se tratara de reyes. Los trató con tanta deferencia que Remanente quedó desconcertado. Mientras barría, afinó el oído a la conversación que mantenían y se llevó una sorpresa.

—Que el Altísimo os bendiga —dijo el abad—. Es un honor teneros aquí de nuevo. ¿Cómo ha ido el viaje?

—Como siempre. La misma desolación y la misma mierda, mires donde mires —respondió el que parecía ser el jefe de la caravana—. Parece que la vida está condenada a desaparecer de estas tierras.

—Tal vez el Altísimo nos salve a todos. Él es el dueño y señor de todo lo que existe, y nosotros somos su más bella creación. No dejará que sus criaturas desaparezcan. —Una emoción intensa les daba tono a las palabras del abad.

—Lo que tú digas. Siempre es bonito soñar —sentenció secamente el comerciante—. En cuanto a lo que nos pediste que te trajéramos…

—Hablemos de eso en un lugar, digamos, más privado. —El abad se puso a su lado y le rodeó los hombros con el brazo al tiempo que lo llevaba al interior de la abadía.

—También está ese asunto del manantial de la Verdad y la Vida —comentó el jefe de los comerciantes—. Aunque lo hemos buscado, y hemos preguntado a todo el mundo, no hemos dado con su paradero.

—Dejemos eso para el almuerzo, mi buen amigo Mordred. Aquí podría haber oídos indiscretos. —El abad miró de reojo a Remanente mientras hablaba.

Esa fue toda la conversación que logró escuchar. Después de aquello, caminaron en silencio hasta perderse por los pasillos de la abadía. Fue breve, pero inesperado. ¿Qué objeto, si es que era un objeto, debían traerle los comerciantes? ¿Qué era eso del manantial de la Verdad y la Vida? ¿Por qué el abad no quería ser escuchado hablando de eso? ¿Era Remanente un «oído indiscreto», como insinuó el abad Alejandro? Demasiadas preguntas que Remanente no sabía responder, excepto la última, claro está.

Tuvieron que pasar algunos días para que supiera más sobre ese asunto. Durante la comida, fue a sentarse junto a Bruto, la persona con la que más se llevaba entre todos sus correligionarios. No podía considerarlo un amigo, pero sí un conocido. Nadie, excepto él, se acercaba a Bruto. Parecía una persona nerviosa e inestable, ya que, de vez en cuando, se la veía sonreír, incluso reír, sin motivo aparente. Ningún otro monje se fiaba de Bruto, ya que creían que estaba mal de la cabeza. A Remanente no le parecía así, de hecho, lo consideraba una persona bastante normal. Un poco extraña y peculiar, pero, a fin de cuentas, no parecía estar loco.

Durante aquella comida, Bruto le dijo que el abad Alejandro guardaba un secreto, un secreto peligroso. Remanente conocía los rumores que corrían por la abadía desde hacía un tiempo. Decían que el abad era una persona violenta y extremadamente rencorosa. Cinco ciclos atrás, cuando Remanente aún no estaba recluido en la abadía, el abad ajustició a un monje disidente. Se le acusó de herejía y de blasfemia contra el Altísimo. Nadie supo dar los motivos exactos de su supuesta falta, pero el abad lo torturó tanto como pudo. Le cortó todos los dedos de las manos, uno a uno; luego le desolló la piel y, finalmente, lo quemó vivo en el patio. Desde ese día, nadie se atrevió a contradecir al abad. Por tanto, que ahora Bruto afirmara que el abad guardaba un secreto le provocaba escalofríos a Remanente.

Según Bruto, el abad buscaba algo que se llamaba «manantial de la Verdad y la Vida». Se suponía que, en ese manantial, sus aguas concedían la iluminación a quien se bañara en ellas. Además, poseían la capacidad de conferir paz y felicidad absolutas. Y, como si esos dones no fuesen pocos, si bebías de sus cristalinas aguas, se te concedían todos los saberes del Universo. Según palabras del propio de Bruto, aquel lugar era el último regalo hecho por el Altísimo a los hombres. El agraciado que lo encontrara podría vivir el resto de su vida en el presente, en el ahora; sin preocupaciones ni tormentos. Nada ni nadie sería capaz de turbarlo o dañarlo. Se convertiría en un auténtico santo. Cuando el monje terminó su monólogo, calificó aquel lugar como milagroso.




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