Crónicas de Celestia 1: Deber y Destino

2-. Huida

Esa noche, Remanente no pudo dormir mucho. Los pensamientos se acumulaban en su cabeza. Nunca antes había cometido un acto semejante al del día anterior. ¿Robar una llave que, además, pertenecía al abad? Se sentía mal por ello y pidió al Altísimo que perdonara su ofensa. Junto a ese pensamiento, se presentó la idea de cómo encontrar el manantial. Según le había dicho Bruto, el manantial se hallaba al noroeste del continente, entre montañas. ¿Cómo iba a encontrarlo con una indicación tan vaga? «Tal vez todo esto no sea más que un sueño muerto antes de nacer», pensó. Por último —y esto era lo que más lo mortificaba—, temía cómo iban a reaccionar los demás cuando notaran su ausencia. ¿Qué pensarían cuando se dieran cuenta de que se había ido? Tal vez enviaran en su búsqueda a los Santos de Oro, lo cual sería peor que estar muerto.

Por encima de todas esas voces en su cabeza, una voz femenina volvió a imponerse. Las mismas palabras de siempre, pero esta vez con una insistencia mayor. Es más, aquella voz, por extraño que le pareciera a Remanente, sabía del robo de la llave. Le dijo que, si ya tenía la llave en su poder, ¿por qué iba a echarse atrás ahora? El daño ya estaba hecho y, por lo tanto, solo quedaba caminar hacia delante. Esa voz le aseguró que, si avanzaba en su camino —por muy oscuro que ahora le pareciera—, todo se alinearía para que pudiera encontrar el manantial. ¿Qué demonios quería decir su mente con tanta insistencia y misterio? Remanente, asustado y desconcertado, no tuvo más remedio que admitir, en parte, lo que aquella voz femenina le decía. Al final, esa voz no era otra cosa que su propia mente recordándole lo que debía hacer. O eso suponía.

Cuando se levantó de la cama, se dio cuenta de que las sábanas estaban empapadas en sudor. A pesar del frío que hacía desde la desaparición del sol —y aunque era otoño—, esa noche había empapado la cama. Cambió las sábanas y se fue al baño a asearse. Se miró en el espejo y vio su larga cabellera morena, que le llegaba hasta la mitad de la espalda, revuelta. La peinó hasta que deshizo todos los nudos, no sin antes llevarse un buen manojo de pelos en el cepillo. Lo dejó como a él más le gustaba: suelto y peinado detrás de las orejas.

Al terminar de cepillarse, se miró fijamente al espejo. Se miró a los ojos y solo vio miedo. Sus iris, de un ámbar similar al de la miel, mostraban unas pupilas muy dilatadas. Se echó agua en la cara de una palangana de aseo personal y se enjugó el sudor de la noche anterior. Al volver a mirarse, notó sus ojeras, señal de un descanso insuficiente. No quiso verse más. Se vistió con su hábito marrón oscuro y salió de la celda.

Esa mañana debía limpiar la capilla principal de la abadía. Fue por los utensilios necesarios y se plantó ante la puerta de la capilla, abierta de par en par. Al entrar, recordó al abad Alejandro allí, de rodillas y rezando, la siempreoscuridad anterior. Sacudió la cabeza suavemente para ahuyentar esas imágenes. Nadie sabía lo que se proponía, salvo Bruto, claro está. No debía preocuparse por los demás monjes, pues no sabían nada del asunto. Pero aun así se llevó la mano al bolsillo interior del hábito, donde guardaba la llave. Rozó con los dedos el relieve de la serpiente tallada en la llave y llegó hasta los colmillos, finos y puntiagudos, lo que le provocó un escalofrío de la cabeza a los pies. ¿Qué simbolizaba ese ofidio en la llave? Remanente no supo dar respuesta a la pregunta. Y, como suele ocurrir cuando hay trabajo de por medio, acabó olvidando la cuestión.

Cuando llegó la hora de la comida, sufrió un leve ataque de ansiedad. Nada que no pudiera controlar, aunque fue un duro golpe para su ánimo. Estando rodeado de casi todos los monjes de la abadía, se sentía incómodo. Observaba a todos como si lo observaran a él. Por supuesto, esa paranoia era producto de su mente; en realidad nadie le prestaba atención: era uno más entre tantos. Pero para Remanente esa comida fue la más amarga que había tomado nunca. Por suerte para él, nadie sospechó lo más mínimo.

Al terminar de comer y llevar su bandeja al mostrador del comedor, se percató de que Bruto, su cómplice, no estaba por ninguna parte. Eso le extrañó un poco, pero supuso que no había terminado aún con su tarea. No quiso darle más vueltas al asunto y salió de allí a toda prisa. Intentaba no llamar la atención, pero consiguió justo lo contrario: al salir del comedor, chocó con el propio abad Alejandro y ambos cayeron al suelo.

Los monjes presentes, algunos todavía comiendo y la mayoría charlando, se giraron para presenciar el incidente. El murmullo que reinaba hasta entonces se sofocó al momento. De hecho, Remanente recordaría más tarde cómo el ambiente cambió por completo. De la tranquilidad habitual, pasó a una tensión que cortaba el aire. Por suerte, la llave no se salió de su bolsillo al caer.

—Discúlpeme, abad Alejandro —dijo Remanente con humildad—. Permítame ayudarle a levantarse.

Remanente agarró del brazo al abad para ayudarlo a levantarse. En los ojos de los presentes se reflejaba el pavor ante la posible reacción del abad. Todos temieron por la vida de aquel desdichado monje, pero cuando Alejandro habló, quedaron desconcertados.

—Te pido disculpas, joven —dijo con tono relajado y reconfortante—. Este viejo no sabe por dónde va. Ha sido culpa mía, te ruego que me disculpes.

—En absoluto —dijo Remanente algo cortado—, era yo el que no miraba por dónde iba. No se ha hecho usted ningún daño, ¿verdad?

El abad se sacudió el polvo de sus ropas y sonrió. Negó con la cabeza, le puso una mano en el hombro y se adentró en el comedor. Por fortuna para Remanente, el abad parecía de buen humor aquella siemprepenumbra, de no haber sido así…




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.