Crónicas de Celestia 1: Deber y Destino

3-. Acorralado

Corría como una exhalación.

Llevaba unos minutos casi volando escaleras abajo. Remanente estaba tan asustado que, por no controlar su velocidad, casi cae rodando por ellas. Tropezó con el filo de uno de los escalones, pero pudo recuperar el equilibrio antes de desplomarse por completo. Una caída en un lugar como ese hubiera significado el final de su corto viaje. Además, habría sido el final de su propia vida, porque sus perseguidores lo habrían atrapado. Tuvo suerte de mantenerse en pie. Sin embargo, su suerte era bastante escasa aquella siempreoscuridad.

Un sudor frío le corría por la frente, descendía por ambas mejillas hasta la barbilla, y caía al suelo. Sudaba, no por el esfuerzo físico que realizaba —que también—, sino por la presión que sentía a sus espaldas. Tanto el abad Alejandro como aquel en quien había confiado iban tras él, siguiéndole la pista a escasos metros. Iban despacio, pero sin pausa. Remanente ya no sabía en qué dirección estaba el infierno para él: si escaleras abajo, entre los muertos, o escaleras arriba, entre los vivos. Pero había algo que tenía claro. Tenía la determinación de seguir adelante: la de escapar de aquel lugar, su prisión. Y albergaba la esperanza de encontrar la iluminación y, gracias a ella, la paz y la felicidad absolutas.

Había bajado tantos escalones que ya no sabía a qué profundidad se encontraba. Si en ese momento le hubieran dicho que aquella puerta —con rostro femenino y serpientes como cabello— conducía al reino del Diablo, Remanente se lo habría creído literalmente. Cuanto más bajaba por aquellas escaleras, mayor era la humedad. Y no solo humedad, sino también arañas del tamaño de un puño, al acecho en sus intrincadas trampas de hilo. Aquel lugar era perfecto para la proliferación de insectos potencialmente mortales. La oscuridad, la humedad, las grietas en las paredes y el absoluto silencio convertían aquel lugar en una pesadilla dantesca. Pero, si quería satisfacer sus deseos, no le quedaba otra opción que atravesar las tenebrosas catacumbas de la abadía.

Detrás de Remanente se escuchó una voz ronca y potente. Una voz que habría atribuido a un alma en pena, de no saber a quién pertenecía.

—No puedes escapar de nosotros. Da igual cuánto corras y cuánto te escondas; no sabes dónde está la salida. —El abad hizo una pausa para coger aire y sentenció con vehemencia—. Tus pecados serán expiados mediante castigo divino. Recorrerás el Sueño Piadoso, si el Altísimo permite a un hereje transitarlo. Tu blasfemia será purgada con sufrimiento y sangre.

Aquellas palabras lo golpearon como si fuera un puñetazo en el estómago. No por su significado, sino por la potencia con que fueron pronunciadas. La reverberación al chocar contra las paredes amplificó aún más su fuerza. El efecto final fue tan intenso que hasta sus huesos se estremecieron.

Cuando las escaleras terminaron, Remanente notó algo que le había pasado totalmente desapercibido. Tanto las escaleras como el pasillo donde ahora se encontraba estaban completamente iluminados. Cada pocos metros, colgada en la pared, había una pequeña antorcha encendida, lo que añadía un toque aún más siniestro a aquella pesadilla. Eso también significaba algo más: alguien bajaba allí con frecuencia. «Seguro que el abad esconde aquí sus pecados», pensó Remanente. Para ser un lugar oculto a los monjes de la abadía, las catacumbas estaban sorprendentemente bien cuidadas. ¿Qué oscuros secretos ocultaban aquellas angostas paredes?

Remanente respiró hondo para calmar el ritmo de su corazón. También lo hizo para recuperar fuerzas y aclarar su mente. Estaba siendo perseguido en un lugar que ni él mismo habría soñado jamás que pudiera existir. Además, debía escapar de allí a toda costa. Así que tomo una de las pequeñas antorchas que colgaban de la pared y decidió avanzar.

No tardó en llegar a una encrucijada. Aquel lugar daba la clara impresión de ser un laberinto, porque, eligiera el camino que eligiera, todos parecían conducir a la muerte. Al observar las posibles direcciones, distinguía otras desviaciones y caminos que partían de cada una de las tres opciones disponibles. Uno de ellos, el del frente, conducía a un nuevo cruce de pasillos. Otro, el de su derecha, se bifurcaba en dos pasillos opuestos. El último, el de su izquierda, se estrechaba hasta cerrarse al fondo. Sin un mapa o al menos unas indicaciones, escapar de aquel lugar sería casi imposible. Pero no solo debía escapar del lugar, sino también de sus perseguidores, y eso era lo que más le preocupaba al asustado monje.

Remanente alzó la antorcha, buscando alguna señal. Buscaba cualquier cosa que pudiera servirle de ayuda. Una pista, un emblema en la pared, una flecha… lo que fuera. Pero no encontró nada relevante. La voz femenina volvió a manifestarse en su mente; clara y de tono conciliador. Esta susurró: «Mira a tus pies, hacia el suelo». Al principio se quedó paralizado del susto; era como tener a otra persona dentro de su cabeza. Pero, resignado por el momento a averiguar si estaba loco, hizo lo que le decía. Miró al suelo y, medio borrado por el desgaste, descubrió un mensaje grabado en la piedra. Era una losa cuadrada y amplia en la que alguien había tallado palabras perforando su superficie. Por más que le costara admitirlo, aquella voz —o su propia mente— le estaba resultando de gran ayuda.

De no ser por la advertencia de aquella voz misteriosa que últimamente oía, habría elegido al azar. De hecho, si hubiera dado un paso más, habría pisado la losa y pasado por alto el mensaje. Por suerte, pudo leerla con facilidad. Se agachó con cautela, acercó la antorcha a las letras grabadas en el suelo y las leyó con atención:




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