Tres horas después de haber escapado de las pesadillas vividas en las catacumbas, Remanente se encontraba exhausto, abatido. Era la primera vez en toda su vida que corría durante tanto tiempo y tanta distancia. Nunca antes, ni en su juventud ni en cualquier otro momento de su vida, había hecho tanto ejercicio. Los ejercicios más intensos que realizaba en la abadía eran subir y bajar las escaleras, además de pasear por el patio o los pasillos. En comparación con esos ejercicios, aquella carrera fue un verdadero suplicio físico. Su capacidad pulmonar era baja y sus músculos débiles.
La adrenalina vertida en su torrente sanguíneo, debido a los horrores vividos, estimuló su cuerpo de tal manera que permitió superar con creces sus propios límites. Corrió tanto que bien podría haberse apuntado a una carrera y terminarla —aunque no ganarla—. Pero, debido a lo avanzado de la siempreoscuridad, la fatiga y el sueño comenzaron a hacer mella en la integridad física y mental del monje. Necesitaba parar y descansar. Necesitaba recuperarse, aunque fuera mínimamente, de todo aquel caos.
Su carrera se había extendido varios kilómetros por los campos baldíos que rodeaban la abadía y, a pesar de no portar antorcha o farol alguno, podía distinguir el entorno que lo rodeaba. No es que hubiera mucha claridad, ni mucho menos. Tan solo se distinguían algunos reflejos y contornos a no más de diez metros del monje. No era la mejor situación, pero le permitió seguir avanzando y alejarse lo más posible del abad y su compinche.
Esa noche, esa siempreoscuridad, era especial. Alrededor del mundo orbitaban dos lunas —Euros y Céfiros— en sentido contrario, una respecto la otra. La mayor de ellas, Euros, que despedía un brillo plateado intenso, aparecía por el Este y se ocultaba hacia el Oeste, en una lenta procesión celeste. Su hermana, Céfiros, significativamente más pequeña y de un brillo azulado, se dejaba ver desde el Oeste y se ocultaba por el Este, con una velocidad mayor, como si le diera vergüenza mostrarse a los mortales.
Justo en aquella siempreoscuridad, ambos cuerpos celestes se encontraban en su apogeo; es decir, las dos lunas estaban llenas. Su brillo, multiplicado por diez o más, iluminaba como un pequeño sol el continente de Celestia. A este fenómeno de la naturaleza se le llamó Resplandor Fulgurante, un nombre bastante pomposo y redundante. Pero, sin quererlo, a Remanente le había venido de perlas, porque pudo seguir corriendo a pesar de las brumas y la oscuridad casi total. Era como si su viaje hubiese sido programado desde las más altas esferas, como si el Altísimo hubiese metido mano en todo aquel embrollo.
Antes de la caída de las tinieblas sobre el mundo, contemplar aquel espectáculo celeste era uno de los eventos nocturnos más sobrecogedores de la temporada. Este acontecimiento, por raro que parezca, solo ocurría dos veces por ciclo: una al comienzo y otra al rebasar la mitad, marcando los solsticios de invierno y verano, respectivamente. Pero desde que las brumas hicieron acto de presencia, los días en que ocurría este fenómeno tan solo servían para dar un resplandor fantasmal al mundo. Nada que ver con la gloria que tuvo antaño, aunque aún quedaban románticos que guardaban el recuerdo de aquel espectáculo en lo más hondo de su corazón.
Fue gracias a esa tenue iluminación que Remanente dio con un pequeño refugio natural: una caverna de no más de dos metros de profundidad. No era un refugio contra los peligros del mundo —que eran escasos en esos tiempos—, pero podía servirle para protegerse del viento de esa noche. Así que, fatigado hasta el desfallecimiento, decidió tomar aquel lugar como su pequeña madriguera.
La zona era tan árida que apenas quedaban restos de vegetación; pero, por suerte, pudo encontrar algunas ramas de un viejo árbol seco caído en desgracia. Tomó aquella madera y la amontonó en su humilde madriguera. También trajo consigo algo de hierba seca, que abundaba por doquier. Unió la hierba a la madera y, lanzándole una píldora de combustión instantánea, encendió una escuálida fogata. Allí pasaría la siempreoscuridad y aprovecharía el tiempo de reposo para aclarar su mente y trazar en un plan de acción.
Cuando el fuego estuvo encendido, a Remanente le gruñeron las tripas en una violenta queja. No había probado bocado desde la comida en la que, al salir del comedor, chocó contra el abad y lo derribó. Rebuscó en su pequeña bolsa de viaje para sacar los pocos alimentos que había podido reunir. Contempló los frutos secos —comida de lujo, dada la dificultad de la agricultura— y sintió pena por ellos. Extrajo una de las cantimploras con agua, de medio litro de capacidad, y la depositó a su lado. Por último, se apoderó de un par de zanahorias. No eran un manjar, pero crudas eran aceptables. La cena, tardía, no era mucha ni suficiente para alguien de su edad y complexión; sin embargo, tendría que conformarse con eso. Así que, tras agradecer al Altísimo, dio buena cuenta de su humilde banquete, casi sin masticar. El agradecimiento no fue solo por la comida; también agradeció haber escapado ileso de la abadía. «Aunque hubiera preferido que no me traicionaran», pensó.
Con el estómago más sosegado, el sueño se apoderó de él. Se descolgó la bolsa con la intención de usarla como almohada, y se tumbó boca arriba. No tardó mucho en quedarse dormido.
El monje se encontraba en un vergel de vida, lleno de hermosas flores, frondosos árboles frutales con una sombra fresquísima y un estanque de aguas cristalinas, alimentado por una cascada que nacía dentro de una pared montañosa. Se sentía tranquilo, feliz y en armonía con todo. Era como estar en el mismísimo paraíso. Pero su serenidad duró hasta que giró la cabeza a la izquierda y vio lo que había junto a él. El corazón atronó en su pecho cuando sus ojos enfocaron al abad Alejandro y a Bruto, a poca distancia, con una sonrisa oscura. Ambos lo observaban sin perder detalle, con unos ojos negros, sin pupilas. Fue tal la impresión de aquella visión, que Remanente despertó bruscamente de su sueño y se incorporó de un salto. Notaba cómo el sudor frío le corría por la espalda, su corazón bombeaba a toda velocidad y un escalofrío le estremecía cada hueso del cuerpo.