La vía principal de El Retamal era una amplia calle con casas de adobe de uno o dos pisos de altura, que tenían una puerta central y ventanas en sus flancos. El suelo de la calle estaba adoquinado de un color rosa pálido, casi gris debido al desgaste y la mala conservación, lo que le confería un aspecto lúgubre. Entre casa y casa, a modo de separación, había un muro encalado en un blanco roto y descascarillado. Remanente supuso que eran los corrales de cada vivienda, aunque no tenía forma de saberlo con certeza. Caminando por allí, el monje reparó en el evidente desgaste del lugar. Esto era la consecuencia de la desolación del mundo, porque ¿quién se iba a preocupar de mantener algo bonito, cuando la vida estaba en juego? Tanto los adoquines del suelo como las casas de los laterales, no eran más que la sombra de lo que una vez fueron.
Mientras avanzaba por aquella calle, se fijó en que, a intervalos irregulares, los adoquines habían sido desencajados de su sitio. Era fácil verlos y esquivarlos, pero, si metía el pie en uno de esos pequeños hoyos, podría llegar a partirse un tobillo.
Remanente no tenía ni idea de por qué ocurría aquello. No sabía si habían sido sacados con algún propósito o si, por el contrario, el desgaste de los ciclos los había levantado, o si alguien los había transportado a saber dónde. En consecuencia, el monje aguzó la vista para no meter el pie en uno de esos agujeros.
La calle se presentaba desierta, ni un alma merodeaba por allí. Todo estaba en el más profundo silencio. Al no escuchar nada, comenzó a sentirse observado e incómodo. Después de todo, estaba en un poblado de tamaño medio, de unos mil habitantes, para los estándares de esa época. ¿Dónde estaba toda esa gente? No ver a nadie le causó una impresión desagradable y, por precaución, mantuvo los ojos bien abiertos y los oídos aguzados al máximo.
Avanzó hasta más o menos la mitad de la calle principal, por la que ya venía transitando. Se detuvo en el centro de la calzada y giró sobre sí mismo en un círculo completo. Contempló todo aquel lugar con el máximo detalle posible. Se dio cuenta de que, entre algunas de aquellas casas venidas a menos, nacían pequeñas callejuelas. Algunas eran lo suficientemente anchas como para que un pequeño carro pasara por ellas; sin embargo, otras eran tan estrechas que dos personas, una al lado de la otra, tendrían problemas para pasar por allí. Remanente no sabía a dónde conducían y tampoco quería arriesgarse a descubrirlo. Su objetivo principal en esos momentos era encontrar una taberna, recuperar fuerzas y obtener algo de información. Después de contemplar sus alrededores, retomó la dirección que había llevado hasta ese momento y continuó con pies de plomo.
No había dado ni cinco pasos cuando, de una de esas callejuelas laterales y sin previo aviso, salió un hombre de mediana edad en su dirección. Iba totalmente desaliñado: llevaba puesta ropa vieja y hecha jirones, y estaba descalzo; lucía la barba y el pelo descuidados, como si se rascara hasta arrancárselos, y parecía sufrir algún tipo de enfermedad que le provocaba supuraciones en la piel. Aquel desconocido se acercaba a grandes zancadas hacia Remanente como si quisiera algo de él. El monje se fijó en que llevaba la mano derecha semioculta tras su espalda. ¿Qué llevaría en ella? Aguzó la vista y distinguió algo brillante, con un mango de madera. Las gruesas manos de ese hombre sostenían con fuerza un objeto que, a ojos del monje, podría ser un hacha. Se le tensaron los músculos al pensarlo y se preparó para lo peor.
Cuando estaba a apenas dos metros de Remanente, aquel hombre asió el hacha, que no era muy grande, con las dos manos y lanzó un golpe directo a su cabeza, con la intención de abrírsela en dos. Blandió con tanta intensidad el hacha, que el viento ululó al ser cortado por ella. Pero como el monje ya se había preparado para lo peor, pudo esquivar el mortal ataque, aunque por muy poco. El filo pasó tan cerca de él que, de haber tardado medio segundo más, le hubiera golpeado de lleno. Por suerte, el hacha chocó contra los adoquines del suelo, partiéndolos, y rebotó con tal violencia que se le escapó de las manos a aquel extraño personaje.
Tras esquivar el golpe, Remanente no perdió el tiempo en preguntar el motivo de aquella agresión, pues sabía bien que aquel poblado no era del agrado de nadie. Conocía los rumores sobre los bandidos y malhechores que allí habitaban. Así que, sin esperar un segundo más, corrió calle arriba como alma que lleva el demonio.
—¿Adónde te crees que vas, cura de los cojones? ¡Como te vuelva a ver por aquí, te partiré en tantas partes que ni tu madre podrá volverte a unir! —las babas se le escapaban al gritar. Su voz arrastraba la ronquera típica de un borracho.
Las palabras de ese extraño lo asustaron más que el hachazo. Como si no tuviera ya suficientes problemas, ahora tendría que lidiar con ese borracho mientras estuviera en aquel pueblo. «Que el Altísimo me asista», pensó. De todos modos, no le quedó más remedio que salir corriendo de allí, saltando y esquivando los baches del adoquinado.
Al final de la calle y tras un quiebro a la izquierda, el monje llegó a lo que él supuso que era la plaza mayor. Era una plaza que, por su arquitectura, debía haber sido construida siglos atrás, cuando el mundo aún brillaba bajo el sol. En uno de sus lados se encontraba una torre del reloj, de unos veinte metros de altura. Un poco por encima de la mitad de su altura se alzaba la esfera, de un blanco amarillento. En el interior de la esfera se alcanzaban a ver algunos de los números que marcaban las horas, pero las agujas que debían señalarlos habían desaparecido. En un mundo desolado, poco importaba el cuidado de viejos monumentos como ese, ni siquiera la hora tenía importancia cuando solo existían dos estados lumínicos: oscuridad absoluta o claridad parcial. Cuando la vista del monje topó con el tejado de la torre, se dio cuenta de que le faltaba una gran porción. Bajó la mirada y los escombros yacían a los pies del monumento, aunque, por fortuna, no habían dañado ninguna casa aledaña. Sintió lástima por aquella hermosa torre, ya que representaba el recuerdo de tiempos mejores.