Con la cabeza erguida, Remanente cruzó las puertas de El Rincón del Oso Sarnoso.
Dentro encontró lo esperado: una turba de hombres venidos a menos. El ambiente estaba muy cargado; el humo del tabaco impregnaba por completo la estancia, formando densas brumas semejantes a las que descendían del cielo en cada siempreoscuridad. Entre diez y doce personas bebían y fumaban sin descanso, rodeados de jarras que delataban su dedicación a la taberna. Apenas había avanzado unos pasos cuando Remanente sintió que casi perdía el conocimiento ante la violenta impresión que le causaba ese lugar.
Según se internaba, el aire adquiría un cariz repugnante: al olor acre del tabaco se sumaba el del alcohol, el del sudor y un matiz ácido de vinagre. Aquel sitio olía tan mal como una pocilga. Los parroquianos parecían inmunes; o bien sus sentidos del olfato habían dejado de funcionar, o bien se habían acostumbrado. Sea como fuere, aquel lugar era asqueroso. De no ser por la necesidad que lo apremiaba, Remanente hubiera dado media vuelta y abandonado ese antro.
No le quedaba más remedio que avanzar hasta la barra. Mientras caminaba con paso lento y tembloroso, muchos de los presentes lo clavaron con la mirada. Incluso los que le daban la espalda se giraron para observarlo. Sus ojos destilaban desprecio, odio y malicia. Sin pronunciar palabra, Remanente comprendió lo que todos pensaban: «No eres bienvenido aquí. Lárgate de una vez».
La taberna no parecía animada. La siempreoscuridad acababa de asentarse sobre el mundo, pero aquel lugar no era punto de reunión para la gente de El Retamal. Quizá porque la mayaría de sus habitantes habían desaparecido: o bien habían huido de aquel pueblo moribundo, o bien emprendido el camino hacia el Sueño Piadoso. A esas alturas, a Remanente le importaba poco el destino de esas gentes.
Mientras avanzaba, escuchó cuchicheos a su alrededor.
—¿Te has fijado en las pintas que lleva ese? —susurró una voz a su izquierda.
—¿Otro cura por aquí? Nos divertiremos con este —comentó alguien desde algún lugar indeterminado.
—¿Qué llevará en la bolsa? ¿Y si se la quitamos? Total, dentro de poco será un cura muerto —añadió otro, riéndose, a la derecha.
El corazón de Remanente se desbocó. Ya no sentía pánico ni miedo: era terror puro. ¿Se habría equivocado al entrar? ¿Había firmado su sentencia de muerte? ¿Cómo saldría con vida de aquel antro?
Intentando serenarse, alcanzó por fin la barra. Era larga, ocupaba casi toda la pared y se extendía en línea recta desde la puerta de entrada. A sus lados, taburetes de madera envejecida y tapizados de seda verde, tan desgastada y rota que apenas podía reconocerse. Sobre la barra, aquí y allá, se distribuían cuencos, cubiertos, jarras de peltre y vasos de cristal, todos sucios y maltratados. Al final, un cuchillo se hallaba clavado en la madera, rodeado de gotas secas rojo oscuro, casi negras. ¿Sangre coagulada? Prefirió no pensarlo; alzó la vista al dueño y habló:
—Disculpe, siento molestarle. ¿Podría servirme un plato de comida? —dijo con voz monótona y apenas un susurro. Aún no había asimilado todas las sensaciones anteriores.
—Aquí no servimos comida —replicó sin mirarlo—. Aquí solo hay dos cosas: orines y cerveza. Y puede que ambas sean lo mismo. —Mientras lo decía, tomó un trapo mugriento del mandil, escupió dentro de una jarra y comenzó a frotarla.
—¿No hay posibilidad de conseguir alguna ración? Estoy muy hambriento, ¿sabe? Llevo casi un ciclo entero sin probar bocado.
—Díselo a quien le importe —gruñó—. Aquí solo hay orines y cerveza.
Remanente suspiró. Se había arriesgado para nada, había jugado y perdido. Y el Altísimo no aprobaba las apuestas.
En completo sigilo, un anciano se acercó y se sentó a su lado. Era un hombre bastante mayor, debía rondar los setenta años. Lucía una prominente joroba a su espalda; y aunque iba mejor vestido que los demás parroquianos, su ropa estaba igual de desgastada que la de todos los demás.
—No seas así, Matías —dijo—. Sírvele un poco de ese dichoso mejunje que prepara tu mujer. El que podría levantar, de nuevo, la casa consistorial.
Matías no dijo nada, se limitó a observar con desprecio al anciano. Pero, sin esperar a nadie, tomó uno de los cuencos que había por allí repartidos y se adentró por una puerta a su espalda. Una puerta que, supuso Remanente, llevaría a la cocina.
—No se lo tengas en cuenta. Aquí todos hemos pasado momentos difíciles y nos cuesta ser sociables —confesó el anciano con voz calmada y mirada amable.
Justo en ese momento, reapareció Matías y posó frente a Remanente un cuenco con un guiso espeso y un olor muy potente y penetrante. Se veían algunos trocitos de champiñón. Además, flotando en ese caldo, había trozos de zanahoria. Su color naranja característico las delataba. Junto a la zanahoria se apreciaban unos trocitos de un color amarillo pálido, lo que podrían ser patata. Y, para rematar aquel guiso, añadieron cachos de apio o algún vegetal del estilo. No tenía buen aspecto, no parecía para nada apetitoso, pero era lo único que tenía para llevarse a la boca, así que agradeció y comenzó a comer.
El primer bocado casi lo hizo vomitar, pero logró contenerse. El siguiente ya no fue tan terrible. Si no respiraba mientras masticaba, el sabor no se manifestaba con tanta intensidad. Gracias a este artificio pudo seguir comiendo.