Crónicas de Celestia 1: Deber y Destino

Esperanza

Coged el martillo y la sierra de allí… Nos vamos a divertir mucho.

Se oían pasos, voces ininteligibles y el entrechocar de metales. Ruidos que Remanente percibía lejanos, como si llegaran desde muy lejos. Su conciencia había comenzado a recuperarse. Volvía en sí poco a poco. Aún no veía nada: los párpados le pesaban demasiado. Sin embargo, alcanzaba a oír el caos.

Mientras recobraba la conciencia, Remanente advirtió un dolor de cabeza terrible. Era tan agudo que nublaba sus pensamientos. En un principio, supuso que ese dolor se debía a la resaca del alcohol bebido. Sin embargo, notó que le caía un hilillo de líquido caliente por una de sus mejillas. Trató de aclarar la mente, y concluyó que aquel líquido no podía ser otra cosa que sangre. Sangre que manaba de una herida causada por algún golpe. Un golpe recibido mientras estaba inconsciente.

Cuando hubo recuperado la conciencia casi por completo, se aventuró a abrir los ojos. La imagen que apareció ante él no fue de su agrado. No sabía dónde estaba, salvo que era una estancia oscura y sin ventanas. Tal vez se tratara de un sótano. A su alrededor distinguió bancos de trabajo repletos de herramientas. También reconoció viejos aperos para la agricultura. En la pared colgaban varias ruedas de carros, algunas rotas en sus radios y otras en perfecto estado. Pero la imagen que más le turbó fue la de aquel anciano de aspecto amable. Lo tenía justo enfrente, mirándolo con ojos cansados. Mostraba su escasa dentadura en una sonrisa. Y sostenía unas tenazas en la mano derecha.

—Veo que al fin despiertas —dijo con aire de superioridad—. Te estábamos esperando, monje.

—Maravilloso. Ahora que ha despertado, podemos comenzar la fiesta. Será muy divertido —expresó con emoción un tipo alto y corpulento que estaba junto al anciano embustero. En sus manos sostenía una sierra de metal, como las que se usan para cortar madera. Del bolsillo de sus pantalones asomaba lo que parecía un pequeño martillo.

Remanente se quedó sin palabras. La impresión de lo que veía, unida a la migraña que lo atormentaba, le impidió hablar. Se sentía confuso, herido. Ignoraba cuál sería su destino. Ni siquiera sabía si saldría de allí con vida, y mucho menos de una pieza. Su confusión era aún mayor que cuando escapó de la abadía. Quizá aquel fuera su final. Su misión podía haber terminado para siempre. Un empeño que apenas sobrevivió dos ciclos.

—No te preocupes —aseguró el anciano—. No te causaremos una herida mortal. Si murieras muy rápido, ¿cómo nos íbamos a divertir? Así que no temas. Tu tortura será lenta, dolorosa y prolongada, pero no mortal.

—¿Qué me habéis hecho? ¿Dónde me habéis traído? —preguntó al fin, logrando articular unas palabras.

—No estás muy lejos de donde estabas. Sigues en la taberna de Matías —dijo, acompañando la frase con un amplio gesto de brazos—. Solo que ahora estás en uno de los sótanos.

¿Aquí abajo, en el sótano de la taberna de Matías? El desagradable tabernero resultó ser cómplice del anciano. Al reflexionar, Remanente cayó en la cuenta de algo. Comprendió que, mientras el anciano y Matías conversaban y él se distraía observando los cuadros, debieron de echarle algo en la bebida. Podía atribuir parte de la culpa al propio alcohol, pero la cantidad ingerida no era tanta como para provocar ese estado. Se arrepintió de haber bebido aquellas cervezas y pidió clemencia al Altísimo por su impiedad y pecado.

—Jefe, ¿cuándo empezamos la fiesta? —preguntó el grandullón, impaciente por comenzar con la tortura, mientras se mantenía al lado del anciano.

—No desesperes, Rodolfo debe estar a punto de llegar.

¿Rodolfo? ¿Quién demonios era Rodolfo? Remanente no lo conocía, ni deseaba hacerlo. ¿Acaso sería otro cómplice de su secuestro? No importaba quién fuera, pues seguro que albergaba intenciones hostiles hacia él.

—Bien, ya que has despertado de tu siesta, ¿por dónde quieres que empecemos nuestra faena? —inquirió el anciano con una sonrisa maliciosa—. Para nosotros es indiferente, así que vamos a ser corteses con nuestros invitados y te dejaremos elegir.

—¡Soltadme! —gritó Remanente, desesperado—. No os he hecho nada. ¿Por qué me secuestráis? ¿Por qué me torturáis?

—Por ser un puto cura, desgraciado —espetó el grandullón.

—Calma, calma. Alterarse no ayudará a ninguno de nosotros —aconsejó el anciano, acompañando sus palabras con un gesto apaciguador—. Te ha tocado a ti, como podría haberle tocado a cualquier otro. Por culpa de nuestro antiguo párroco, perdimos mucho dinero y la mayor parte de la comida, ¿sabes? Allí se almacenaban las reservas de grano de todo el pueblo. Nuestros hijos enfermaron. Nuestras esposas se fueron consumiendo. Y con el tiempo, murieron. No todas, es cierto, pero sí la mayoría.

—¿Y qué tengo yo que ver en toda esa historia? —preguntó Remanente, desesperado. La sangre había comenzado a mezclarse con su sudor.

—Tú eres el chivo expiatorio. No conseguiremos nada con esto, lo sé perfectamente. Pero, al menos, podremos desahogarnos del rencor acumulado que nos causaron aquellos perjuicios.

Justo al pronunciar la última palabra, se abrió una puerta. Remanente no lo había notado antes debido a su posición en la que estaba, pero, a su espalda, había una escalera. Por esa escalera descendía en ese momento una persona. Por los pesados pasos y el temblar de las tablas, debía de tratarse de alguien corpulento. El monje tragó saliva.




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