Crónicas de Celestia 1: Deber y Destino

8-. Miedo

La visión era difusa. Mientras Remanente y aquel extraño personaje cruzaban el patio y salían de él, escucharon un gran estrépito por detrás. Provenía de la taberna, del Rincón del Oso Sarnoso. Desde fuera se escuchaba una gran algarabía: voces que se entremezclaban, gritos que se superponían. Golpes secos. El repiqueteo de metal contra metal. Dentro, algo sucedía.

—¿Qué está pasando en la taberna? —preguntó Remanente, mientras se giraba hacia la puerta trasera del patio.

—Tengo dos teorías: una mala y otra peor —dijo el bardo y luego guardó silencio un instante para ver la reacción de Remanente. Este solo frunció el ceño—. ¿Cuál prefieres escuchar primero?

—Hmm… ¿La mala? —respondió Remanente con evidente duda.

—Bien, pues… digamos que tus captores se han dado cuenta de que no estás, se han puesto violentos y han arremetido contra alguien —dijo—. Esperemos que la pobre Esperanza se encuentre bien.

—¿Y la teoría peor que esa? ¿Qué puede ser peor que eso? —inquirió el monje, ladeando la cabeza en un gesto de duda.

—Bueno… digamos que el hombre y la mujer pertenecientes a la Orden de los Santos de Oro han irrumpido en la taberna —suspiró y concluyó—. Esperemos que la pobre Esperanza esté bien… esta vez de verdad.

Ninguna de aquellas opciones le gustó a Remanente. Si se cumplía la primera, su salvadora corría peligro. Si descubrían que había sido ella quien lo había liberado, sin duda le harían daño. Remanente esperaba que el tabernero conspirador, Matías, protegiera a su mujer del anciano y de sus dos compinches.

En cambio, la opción de los Santos de Oro era peor. Eran conocidos por ese nombre porque portaban una armadura de un dorado pulcro. Sus armaduras estaban tan pulidas que podían servir de espejo. Los Santos de Oro eran una orden de élite dentro del clero. Solo estaban por debajo, en autoridad, del propio Patriarca Celestial. Para ingresar en la Orden no bastaba con solicitarlo. Solo podían ingresar niños y niñas de diez años; ni antes ni después. Asimismo, aquellos niños no eran elegidos al azar. Eran los directivos de la orden quienes buscaban y reclutaban a los candidatos. Y, una vez elegido uno, no había forma de evitarlo. Además, para entrar en la orden, los niños debían no solo gozar de perfecta salud, sino también poseer aptitudes físicas superiores al resto.

Otra condición para formar parte de los Santos de Oro era que debían poseer una inteligencia muy por encima de la media. Cuando llegaba el periodo de selección y reclutamiento, amén de las pruebas físicas, se les imponía un examen teórico. Debían memorizar, resolver cálculos y problemas matemáticos, superar pruebas de lógica y otra batería de exámenes. Todo ello para determinar si eran superiores al resto de niños. Porque de eso se trataba: solo los candidatos verdaderamente superiores eran aceptados en la Orden de los Santos de Oro.

Por este motivo, aquella orden permanecía envuelta en misterio. Uno de sus principales cometidos era servir como inquisidores. Buscaban y destruían a cualquier hereje, disidente o falso creyente. Si alguien, por alguna razón, caía en su punto de mira, podía considerarse muerto. No distinguían entre géneros: para ellos, tanto daba uno que otro. O servían y se sometían, o eran condenados. Aquella orden contaba con el mejor armamento, herramientas y medios de transporte. Los Santos de Oro eran rápidos y eficaces. Por ello, se los usaba como una fuerza armada para acabar con los impíos.

Apenas trascendía información sobre sus otras ocupaciones. Entrenaban a los niños para convertirlos en máquinas de matar. Se los entrenaba hasta los dieciocho años. Y a partir de entonces, solo había dos opciones: o te convertías en un Santo de Oro de pleno derecho, o eras sacrificado al Altísimo como ofrenda de piedad. No había término medio: o eras capaz de matar, o acababas muerto. Esta era la razón por la que no se sabía mucho más sobre la orden. Todo aquel que tenía información era sacrificado si no alcanzaba los altos requisitos obligatorios. Y quienes sí los cumplían, se volvían totalmente herméticos. Si se llegaba a ver a alguno de sus miembros —cosa bastante rara—, lo mejor era no hablarles, pues hacerlo era arriesgarse a morir.

Aquella orden nunca gustó a Remanente. ¿Niños entrenados para matar? ¿Una orden religiosa creada exclusivamente para dar caza a supuestos pecadores? ¿Por qué tanta saña? Lo mirase por donde lo mirase, aquello le repugnaba.

Pero debían seguir avanzando. Si eran aquellos dos hermanos que había mencionado el bardo, lo mejor era poner pies en polvorosa y escapar. Y si resultaban ser el anciano con sus secuaces, también era mejor poner distancia de por medio. La única opción era alejarse de aquel lugar cuanto antes. Alejarse tanto como fuera posible de El Retamal y pasar desapercibido.

—No sabemos dónde est… —dijo una voz masculina que se apagó de repente tras un golpe seco.

—Por favor, no le haga daño. Está diciendo la verdad —gritó una voz femenina desesperada.

Aquellas voces le resultaron familiares. Una de ellas, la femenina, era la de su salvadora, Esperanza. La otra, masculina, podía ser la del tabernero, Matías. No le había oído hablar mucho, pero su tono era idéntico. No escuchó ninguna otra voz ni grito. ¿Les habría pasado algo?

—¡No te pares! —urgió el bardo—. Sigamos avanzando hasta el depósito de agua. Allí podremos aclarar la mente y elegir una ruta de escape.

Remanente asintió despacio, sin perder de vista el patio trasero de la taberna. Pero el bardo tenía razón, era mejor huir de allí cuanto antes. Oraría por Esperanza y, aun, por Matías. Le pediría al Altísimo que velara por sus vidas.




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