La claridad en el ambiente era cada vez mayor. El día se presentaba como todos los anteriores. La sequedad era absoluta, a pesar de las nieblas que bajaban en cada siempreoscuridad de los cielos. De hecho, aquellas nieblas no mojaban, se podían atravesar y uno seguía tan seco como al principio. Por eso se decía que no estaban formadas por vapor de agua, sino por alguna otra sustancia desconocida. El cielo parecía siempre nublado. Nubes, en una amplia gama de grises —desde los tonos más claros hasta los más oscuros—, cubrían todo el campo de visión de Remanente. Nunca llovía, pero el cielo siempre amenazaba con tormenta. De vez en cuando, sin lógica aparente, se veían rayos en la lejanía. Eso ocurría siempre durante la siemprepenumbra, cuando el sol estaba por detrás de aquella capa nubosa.
Remanente aún iba pensando en lo acontecido tan solo unas horas antes. La huida de El Retamal en general —y la de la taberna en particular— lo seguía atormentando. Más que por sí mismo, pensaba en la pobre mujer del tabernero, Esperanza. Aquella mujer había sido su salvadora, su ángel. También, en cierto sentido, lo había sido aquel cantamañanas errante que se hacía llamar Heraldo. Sin embargo, era la mujer quien ocupaba la mayoría de sus pensamientos. De no haber sido por ella, ¿qué habría sido de él? El anciano Ambarino y sus secuaces lo habían sometido a abusos y tormentos. Y, mientras eso sucedía, llegaron al pueblo aquellos dos Santos de Oro. Si lo hubiesen encontrado, lo habrían matado sin interrogatorio alguno. «Miedo y discordia», dijo Heraldo cuando los vio. ¿Qué quería decir con ello? Remanente no lo sabía. Lo que sí sabía era el destino de Rodolfo, el hombre del hacha que le había dado la bienvenida al pueblo. Había sido ejecutado, sin piedad alguna, por aquellos dos inquisidores. Su cuerpo quedó inerte en el patio trasero de la taberna. ¿Aún seguiría allí? Remanente no quería saberlo. «Que el Altísimo se apiade de su alma», pensó al tiempo que se llevaba la mano derecha al cuello, hacia el colgante con la marca del Altísimo.
—Te veo preocupado. Estás muy serio —dijo Heraldo, mientras giraba sobre sí mismo y empezaba a caminar marcha atrás.
—Me preocupa Esperanza… la mujer del tabernero. —Remanente suspiró para aliviar la tensión.
—No te preocupes. Yo los conozco… bueno, sé un poco cómo son. —Se quedó un momento pensando antes de continuar—. Son bastante más listos de lo que aparentan. En realidad, el único que aparenta ser estúpido es el tabernero. Su mujer es tan astuta como parece; en definitiva, es una buena mujer.
—Ojalá esos dos Santos de Oro no les hagan daño alguno —tragó saliva—. Y que tampoco les hagan algo peor.
—Han sobrevivido hasta ahora a pesar de las condiciones del mundo. De hecho, son de los pocos negocios que siguen en pie en esta tierra maldita. Saldrán de esta. Créeme: ten esperanza. —Heraldo esbozó una sonrisa al pronunciar la última palabra.
Remanente todavía no lo tenía del todo claro, pero aquel bardo llevaba razón. Era mejor pensar que estaban bien y que lograrían salir del embrollo, pues había otras preocupaciones más urgentes. Entre todas ellas, la que más destacaba era el camino que debían seguir a partir de ese momento.
Heraldo había dicho que el manantial de la Verdad y la Vida se encontraba al norte. Pero, ¿al norte de qué? Podían avanzar indefinidamente hacia el norte, pero sin una guía clara el viaje no tendría fin.
La región norte del continente de Celestia era enorme y contaba con varios sistemas montañosos, algunos de los más altos del mundo. En esa zona había un gran lago, el lago Coralino; además, valles y depresiones reforzaban su aspecto imponente. Remanente no recordaba mucho más de la zona norte del continente. Cuando era un novicio le obligaron a estudiar el mapa físico del mundo, pero había pasado tanto tiempo que su memoria le fallaba al tratar de recordarlo con detalle.
No tuvo más remedio que preguntarle a Heraldo cuáles serían sus siguientes pasos. Además, quiso saber el motivo por el que lo acompañaba en aquel periplo.
—Ejem… disculpe usted, señor Heraldo —dijo el monje con timidez.
—¿Siempre eres tan formal con todo el mundo? ¿Siempre hablas de usted a todos los que encuentras? Hasta hace poco no me llamabas de usted.
—Sí… supongo que es una forma de mostrarse educado, cortés y, en definitiva, amable con la gente.
—Me parece perfecto, pero es momento de cambiar esos modos —dijo, mientras caminaba delante de él sin mirarlo.
—¿Por qué lo dice? —Remanente no entendía qué tenía de malo hablar así.
—Ves, ahí está otra vez el «usted» implícito —dijo, haciendo una pausa para suspirar—. ¿No ves cómo está el mundo? ¿No ves cómo se comporta la gente ahora que ya no ve el sol? Ser amable en estas condiciones equivale a invitar al engaño. En el peor de los casos, podrían matarte. Debes ser más directo, más contundente… Y si es necesario, tienes que ser capaz de insultar. Tómatelo, si hace falta, como una forma de supervivencia.
—¿Una forma de supervivencia? —preguntó, sin comprender del todo—. ¿Cómo podría ayudarme a sobrevivir perder los modales y la educación?
—En un mundo en decadencia, o comes o te comen. —Se detuvo en seco, se giró y miró a Remanente con una mirada fulminante—. ¿Qué prefieres tú? Al fin y al cabo, tienes una meta. Si te comen, ¿crees que podrás cumplirla siquiera?