No tardaron mucho en darse cuenta de que eran idiotas.
Tuvieron que volver sobre sus pasos y acercarse de nuevo a la caravana de comerciantes. Con la compra de los suministros y la búsqueda de un arma adecuada para Remanente, habían olvidado comprar un simple mapa. Era una herramienta de vital importancia para orientarse y alcanzar su destino. Lo más simple se les había pasado por alto; como suele ocurrir con más frecuencia de lo que parece.
Cuando alcanzaron de nuevo a la caravana, esta estaba a punto de partir. De hecho, la mayoría de las carretas comenzaban a moverse. Las últimas —las de los orientales de ojos rasgados— aún no habían partido. Preguntaron al primer comerciante con el que se cruzaron y, por suerte, este tenía mapas para vender. Heraldo pagó los tres denarios de bronce que le pidió y guardó el mapa en la bolsa que llevaba a la espalda. Remanente dio gracias a los cielos, pues justo en ese momento el Altísimo parecía haberles sonreído. Por mucho que se dirigieran hacia el norte, sin una guía relativamente precisa no encontrarían con facilidad el bosque Feérico. Aquello suponía un gran ahorro de tiempo y esfuerzo.
Tras despedirse del comerciante, ambos —Remanente y Heraldo— se fijaron en los esclavos de tez oscura que viajaban con la caravana. No levantaban la cabeza mientras caminaban junto a las carretas; simplemente marchaban en silencio. Aquello era un símbolo de su esclavitud. Significaba, según Heraldo, que a los esclavos no se les permitía saber a dónde los llevaban. Debían agachar la cabeza y ser guiados por los dueños de las carretas, sin saber en ningún momento dónde estaban. Eso, según el bardo, era una medida de seguridad. Así evitaban que los esclavos escaparan, pues no sabían hacia dónde dirigirse.
Una realidad triste para aquellos desdichados.
Caminaron durante horas. Los caminos estaban en mal estado. El trasiego de carretas y el desprendimiento de rocas habían destruido gran parte de los caminos. Desde la desaparición del sol, los caminos ya no se mantenían. No interesaba arreglarlos ni cuidarlos. «¿Para qué?», se preguntaba la gente (y con razón). ¿Para qué arreglar algo secundario cuando la vida estaba en peligro? Así que la gente se dedicaba a sobrevivir como podía. Todo lo demás —los caminos, e incluso las vidas de otras personas— les era indiferente.
—¿Te has fijado en los esclavos que acompañaban a la caravana de comerciantes? —preguntó Heraldo, sin previo aviso.
—Claro. Son almas caídas en desgracia —se lamentó el monje—. Es similar a la suerte que ha corrido el mundo. Rezo por sus almas y pido que el Altísimo se apiade de ellas.
—¿Qué pensarías si te dijera que los comerciantes también son esclavos? —dijo, mientras hacía su característico giro de ciento ochenta grados y se puso a caminar de espaldas.
—Los comerciantes, ¿esclavos? —se extrañó Remanente, parándose en seco para pensar—. No veo cómo esa gente podría ser esclava de nada. Tienen poder y dinero, y son dueños de esclavos. ¿Cómo podrían serlo ellos?
—Pero… ¿y si ahora te dijera que tanto tú como yo también somos esclavos? ¿Qué pensarías?
Remanente podía entender, grosso modo, que él fuera un esclavo. Había vivido en la abadía sin posibilidad de salir. Es cierto que no era maltratado directamente por nadie. No le obligaban a caminar con la cabeza ni ignorar su destino. Además, le daban de comer y tenía un lugar seguro donde dormir. No disponía de lujos ni de grandes comodidades, pero su vida no era tan terrible como la de aquellos esclavos. No lograba entender el punto al que se refería Heraldo.
—¿Cómo dirías que es alguien que vive en total libertad? ¿Cómo se siente la libertad, en primer lugar? —preguntó Heraldo.
—Alguien libre es quien puede hacer lo que quiera. Puede conseguir lo que desee, cuando lo desee. Sin límites ni condiciones.
—Hum… entiendo —dijo el bardo, llevándose una mano a la barbilla como acto automático al pensar—. ¿Y si te dijera que alguien que viviera como dices también sería esclavo? ¿Qué pensarías?
—¿Cómo podría llamarse «esclavo» un hombre que viviera de ese modo? —Remanente no lo entendía—. Si no existen ataduras ni hay nadie que te impida hacer nada, si eres dueño de todo… ¿no crees que así serías libre?
—Te equivocas. Confundes libertad con libertinaje. Según tu propia descripción, quien vive así sigue siendo esclavo.
Definitivamente, Remanente no entendía nada. ¿Libertad? ¿Libertinaje? ¿Qué diferencia había entre esos dos conceptos? El monje no lo tenía claro. No conseguía seguir el razonamiento de Heraldo.
—Una persona que hace lo que quiere, que enarbola el estandarte del libertinaje, es esclava de sus pasiones —manifestó con energía el bardo.
Después, dejó que el silencio ayudara a calar la idea en la mente del monje.
—Al igual que alguien así, aquellos comerciantes eran esclavos de sus pasiones. La avaricia, la soberbia, la codicia… esos eran algunos de los grilletes que los ataban. ¿Sabes cuál es la diferencia fundamental entre la libertad y el libertinaje? La responsabilidad.
¿Responsabilidad? ¿Y qué tenía que ver la responsabilidad en todo aquello? Remanente entendía, a grandes rasgos, lo que Heraldo decía, pero no entendía qué quería decir con «responsabilidad». Por ello intentó aclarar el asunto.
—¿Qué quieres decir al afirmar que la responsabilidad es la diferencia entre libertad y libertinaje? Si te soy sincero, no lo entiendo del todo.