La dinámica se mantuvo igual durante diez días: caminaban siempre que la claridad y la niebla lo permitían, avanzaban lo más rápido posible y apenas se detenían a descansar. El trayecto hasta el bosque Feérico era largo, de alrededor de cien kilómetros. Como estaban perseguidos, no podían darse el lujo de detenerse con frecuencia. Al caer la siempreoscuridad, buscaban un refugio donde pasar la noche. Recolectaban madera para encender un fuego; la utilizaban para cocinar los alimentos —cada vez más escasos— que llevaban consigo y dormían al raso. Cuando el sueño no lo atrapaba del todo, el monje tomaba a Amaterasu y practicaba con ella. Había mejorado desde la primera vez que la blandió, aunque aún era inexperto. Esta era la vida de aquellos dos viajeros rumbo al norte de Celestia.
En el trayecto se toparon con otras dos caravanas de comerciantes. Compraron algo de comida, aunque el dinero de Heraldo escaseaba; apenas le quedaban unas monedas. No podían permitirse más que lo básico. Patatas, zanahorias y champiñones; esa fue su dieta durante aquella semana de travesía. Fuera de los comerciantes, no se cruzaron con nadie más. De vez en cuando pasaban junto a viejos edificios en ruinas. Algunos habían sido tabernas; otros, posadas para los viajeros; en varios aún se distinguían los establos para caballos. Todos estaban vacíos. El Ciclo de No Retorno había acabado con la sociedad de Celestia casi de golpe. Era desolador, pero Remanente no tenía otra alternativa: aceptar esa realidad, o fracasar en su empeño por llegar al manantial.
—¿Cuánto tiempo llevamos viajando por estas tierras baldías? —preguntó Remanente para aliviar tensiones—. Parece que lleváramos cincuenta ciclos seguidos sin descansar.
—Si no me equivoco, este es ya nuestro séptimo día de marcha.
—¿Cuánto crees que falta para llegar al bosque Feérico? —preguntó el monje, entre bostezos.
—Pues… si mis cálculos son correctos y este mapa es fiable, hoy mismo deberíamos llegar al dichoso bosque —aseguró Heraldo, hojeando el mapa.
—Que el Altísimo te oiga y se apiade de estos dos cansados viajeros.
Como solo hacían una comida al día, sus piernas —y sobre todo sus pies— estaban al límite. Los calambres por la carencia de minerales, la fatiga por la falta de nutrientes y los dolores causados por el escaso descanso hacían mella en sus cuerpos agotados. Pero si Heraldo tenía razón, ese mismo día llegarían al bosque, poco antes de que descendieran las nieblas y la oscuridad sobre la tierra.
A mitad del día les sobrevino una desgracia espantosa. Se toparon con un monte abrupto e imposible de rodear. En los flancos se alzaban riscos con caídas de varias decenas de metros. Se extendía más allá de su campo de visión, tanto a la izquierda como a la derecha. La única manera de superarlo era tomar el camino serpenteante que ascendía hasta la cima, un trayecto arduo y arriesgado. Ambos, sobrecogidos por la impresión, suspiraron al unísono.
—La madre que me parió… ¿A quién se le ocurre poner esto aquí? ¡No me jodas! —exclamó Heraldo, echando humo.
—Calma, paciencia. Según el mapa, tras esta desgracia deberíamos avistar el bosque.
Remanente quería llorar; su rostro parecía un cuadro de dolor. Por suerte, la hinchazón había desaparecido por completo. Las heridas —tanto del cuerpo como de la cabeza— habían comenzado a cicatrizar sin infección alguna. Las uñas todavía se resistían a crecer.
Se resignaron: no les quedaba otra opción. Emprendieron de nuevo la marcha. Avanzar o morir: no había más alternativas en aquel lugar perdido, fuera de la mano del Altísimo.
Comenzaron a subir la pendiente, bastante pronunciada pese a su zigzagueo constante. Parecía trazado por la mano del hombre: había excavaciones en la roca para formar aquel endiablado sendero. Además —por si no bastaran los males—, el suelo estaba cubierto de gravilla. Eran piedrecitas, las mayores de hasta tres centímetros de diámetro, esparcidas por todas partes.
Subieron despacio y con prudencia: las piedrecitas les hacían resbalar cada tres o cuatro pasos. Como si no bastara con la pendiente, ahora debían estar atentos a no caer: una caída podía significar la muerte. Debían andar con mil ojos para evitar semejante desgracia. A los resbalones se les sumaba el dolor que causaban algunas de esas piedras; las que terminaban en punta se les clavaban en la planta de los pies. No provocaban heridas profundas, pero dolían intensamente. Un dolor agudizado por las deplorables condiciones en que se hallaban.
—Si lo llego a saber, no vengo —se lamentó Heraldo, casi al borde del llanto.
—Fuiste tú quien quiso acompañarme, ¿recuerdas? —dijo Remanente, mirando al suelo para no caer.
—Qué remedio…
La subida resultó durísima. Pero, tras más de una caída y varios tropiezos que casi los lanzan al vacío, lograron coronar la cima. Un escalador se habría reído de ellos; para ellos fue un verdadero logro en su viaje. Que el Altísimo lo tuviera en cuenta.
Desde la cima, efectivamente, podían ver el bosque Feérico; no parecía estar muy lejos. Remanente calculó a ojo que estaría a unos cinco kilómetros. A su alrededor se desplegaba una panorámica majestuosa: grandes extensiones, terreno escarpado y formaciones rocosas que ofrecían un aspecto imponente. Aquellas rocas se erguían como cuchillos arrancados de la tierra; era un espectáculo sobrecogedor. Si así resultaba ahora, Remanente apenas podía imaginarlo en otros tiempos, cuando el sol brillaba y la vegetación, de un verde intenso, se desplegaba orgullosa. El monje sintió una punzada de añoranza.
Dirigieron la mirada de nuevo al bosque. De «bosque», aquello solo conservaba el nombre: eran cadáveres de pinos, apiñados unos con otros. En otro tiempo se alzaban altos árboles de tronco grueso y frondoso ramaje. De haber estado vivos, aquel lugar habría sido digno de visitar. El olor a resina, a pino, al frescor húmedo… todo aquello se había extinguido en ese lugar. Ahora solo quedaban cadáveres y los supuestos chupánimas de los que había hablado Heraldo. Una desgracia auténtica y sobrecogedora.