—No te pares, Remanente. Por lo que más quieras, no te pares —susurró Heraldo con voz ronca, para que únicamente él lo escuchara.
—Hago lo que puedo. Arf… arf… —dijo Remanente, tropezando a cada zancada por la oscuridad y lo abrupto del terreno—. Estoy demasiado cansado; es insoportable seguir. Ya no puedo más: mi corazón va a estallar.
Tras internarse en el bosque, ambos sufrieron las consecuencias del error de Remanente: dejar caer la espada en aquel instante funesto fue uno de los mayores errores de su vida, más grave aún que haber confiado en Bruto para escapar de la abadía. Ese descuido atrajo a los inquisidores —los dichosos Santos de Oro—, junto a los dos monjes que los acompañaban en la caza. Una desgracia absoluta, se mirase por donde se mirase.
Mientras el monje y el bardo se adentraban por un flanco del Bosque Feérico, entre maleza seca y marchita, sus perseguidores avanzaban por una estrecha senda. Podían hacerlo a caballo, aunque únicamente en fila india, pues el camino era demasiado angosto. Además, los jinetes portaban antorchas en ristre. Por el número de huellas que había contado la inquisidora entre aquellos pinos espectrales, los cuatro jinetes dedujeron que por allí habían pasado dos personas. Y, por algún motivo que Remanente desconocía, podían seguirlos hasta cualquier rincón al que huyeran, por muy lejano o escabroso que resultara el terreno.
Por suerte para los fugitivos, no los habían visto; solo alcanzaron a oírlos correr por aquel paraje hostil y desolado. La oscuridad era casi absoluta, rota solo por las antorchas de los jinetes. Las brumas descendentes hacían imposible cualquier intento de distinguir formas. Por el momento, Remanente y Heraldo permanecían ocultos.
—Debemos alejarnos de la senda —dijo entre jadeos Remanente—. Si nos quedamos en ella, jamás lograremos confundirlos.
—¿Y cómo quieres que lo hagamos? ¿Has pensado en lo que ocurriría si nos alejamos de la senda? —dijo Heraldo, que también jadeaba, aunque con menos intensidad—. ¿Cómo vamos a orientarnos en esta oscuridad absoluta? Piensa un poco antes de hablar.
—Lo siento… apenas puedo pensar con esta fatiga.
Aquella siemprepenumbra y siempreoscuridad se caracterizaban por exigir un esfuerzo físico ingente. Remanente llevaba varios días sin descanso y, para colmo, desde esa tarde no había dejado de correr. El único respiro, breve y precario, lo obtuvo al ocultarse tras el muro semiderruido de la posada. La falta de comida, el esfuerzo físico y el miedo lo devoraban con una voracidad implacable. De no ser por su determinación, se habría quedado allí, dejando que el Altísimo hiciera con él lo que dispusiera. Pero esta vez no sería así.
Siguieron avanzando —presas y perseguidores por igual— en medio del denso bosque. En otro tiempo, aquel lugar había sido un vergel: altos pinos que ofrecían sombra fresca y albergaban una sinfonía de criaturas hoy desaparecidas. Aquella belleza natural quedó reducida al recuerdo de quienes la contemplaron en su apogeo.
Esos pensamientos infundieron fuerzas a Remanente para seguir corriendo: si el mundo entero se hallaba sentenciado, al menos él podría salvarse, siempre que los rumores sobre el manantial fueran ciertos.
—¿Ves algo, hermano? —preguntó la inquisidora—. No consigo entrever a la presa entre tanta bruma.
—No, aún no —se lamentó el Santo de Oro—. Hay demasiada oscuridad y niebla para distinguir siquiera una silueta. Pero debemos tenerlos cerca; sus pasos se escuchan a gran distancia.
—Seguro que es ese estúpido de Remanente —dijo Bruto, con una sonrisa sardónica—. La diversión que nos espera cuando lo encontremos…
—La presa es nuestra, recuérdalo —dijo el inquisidor con tono autoritario—. Vosotros solo estáis aquí para asegurar la captura, nada más.
—Por supuesto. Perdona a mi imprudente pupilo —intervino el abad Alejandro, en defensa de su cómplice—. Todavía le quedan muchas lecciones por aprender; por ejemplo, guardar silencio cuando corresponde hacerlo.
Dándose por aludido, Bruto inclinó la cabeza con fingida humildad.
Tuvo que detenerse. La fatiga era insoportable y Remanente estuvo a punto de desfallecer. No tuvo más remedio que apoyarse en un tronco cercano. Estaba tan exhausto que apenas podía hablar. Sus pulmones ansiaban oxígeno como un náufrago ansía una bocanada de aire. Su corazón, desbocado, era un tormento incesante. Necesitaba recuperarse o el infarto acabaría con su vida.
Heraldo lo imitó y se detuvo unos metros por delante. Observó a los jinetes: aunque venían detrás, se habían detenido de golpe, al igual que sus presas. Heraldo comprobó entonces que poseían un oído prodigioso. No había tiempo que perder; debían seguir.
— Respira hondo y recupérate deprisa. Esos bastardos saben que nos hemos detenido —dijo el bardo, sin apartar la vista de los inquisidores—. Si nos encuentran, será nuestro fin.
— Lo sé. Arf… arf… Hago lo que puedo —repuso Remanente con dificultad; hablar era como desgarrarse por dentro y el pecho le ardía por la falta de aire—. Dame… solo un momento.
El tiempo era un lujo que no podían permitirse. Estaban acorralados: sin luz, escapar con vida era imposible. La intención inicial de Heraldo era correr junto a Remanente el mayor tiempo posible, hasta que volviera la claridad al mundo. Entonces podrían internarse en el bosque y alejarse de los jinetes todo lo posible. Pero era un plan arriesgado: no solo podían ser vistos y capturados, además la resistencia de Remanente era ya casi inexistente. Aun así, más valía un plan endeble que la nada. Ambos lo aceptaron y echaron a correr. Su única esperanza era seguir corriendo: aunque frágil y arriesgado, era su única salvación.