“La vida no se trata de esperar a que pase la tormenta. Se trata de aprender a bailar bajo la lluvia”
Vivian Greene
.
LISBETH, LA ENFERMERA
Nunca se imaginó Lisbeth Ortiz, en sus cuarenta y cuatro años de vida y en sus veintidós de recorrer los nosocomios, que llegaría a un momento tan inquietante y sorpresivo. Luego de dieciocho horas de ir y venir por los pasillos monocromáticos de la Fundación Hospitalaria San Vicente de Paúl, iba al vestidor y metía su uniforme de trabajo en una bolsa de almacén, como si lo estuviese escondiendo. Enfermera Profesional graduada con honores en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, llevaba Veintidós años de portar altiva su traje inmaculado y su cofia de jefe de enfermería en el transporte público y en la unidad residencial en la que había comprado un apartamento. En cuestión de quince días, igual que si se tratase de un desastre natural, aquella costumbre había cambiado dramáticamente.
Después de que el Presidente de la República de Colombia, Iván Duque, decretara un estado de Emergencia por cuenta de la declaratoria de la Organización Mundial de la Salud de que el Coronavirus había pasado de ser una epidemia a una pandemia, la vida en general de todos los habitantes del país había cambiado de un modo severo
Lisbeth Ortiz había resistido con estoicismo dos matrimonios fallidos, la muerte de uno de sus hijos por una sobredosis, el intento de violación de un hombre que la había asaltado una madrugada al salir del pabellón de ortopedia… pero en el cambio de turno en el que le fue inevitable doblar sus prendas laborales, para esconder su oficio, sintió que se rompía por dentro.
La noche Anterior, al llegar a la Unidad Residencial “La Ayurá”, recibió de parte del portero un sobre en el que la citaban a una reunión en la administración del conjunto para el día siguiente. Parqueó su carro como de costumbre, haciéndolo muy lentamente por que a lado y lado había vehículos y ella nunca había aprendido a reversar “como los hombres”. Caminó preocupada por toda la información que se había desatado en el Hospital, donde los rumores de una avalancha de pacientes para las limitadas camas de las Unidades de Cuidados Intensivos, se avecinaba.
Ahora vivía sola. Había tenido dos hijos, el varón había fallecido y la hija se había “organizado” con el novio. Su única compañía en las pocas horas de descanso, era un gato de cola de pompón que se había constituido en la admiración de toda la unidad. Para llegar a su apartamento había que recorrer un sendero sembrado de pinos italianos a lado y lado. Hojas de papel block con una leyenda impresa, estaban adheridas al tallo de los pinos. No alcanzaba a leer sin las gafas y le pareció extraño que por todo su recorrido estuviesen pegadas estas hojas. Buscó como de costumbre, sin mirar, las llaves dentro del bolso, mientras subía las escalas al segundo piso. En su puerta estaba pegado el mismo impreso. Ahora, con un gesto de inquietud, leyó:
“VAYASE LO ANTES POSIBLE, NO LA QUEREMOS AQUÍ. NO NOS TRAIGA EL CORONAVIRUS A LA UNIDAD”.
Ella no opuso resistencia, ni preguntó quién le hacía esta obsesiva persecución. Quince años de aprecio por parte de sus vecinos se habían ido al carajo. Similares casos estaban ocurriendo en otras ciudades.
>>No sabe lo que sentí - Me dijo con los ojos cerrados a los que sin embargo se les escapó una lágrima. -Decepción, principalmente. E impotencia.
Estábamos en la panadería Tostao cerca de la estación Universidad. Nos había tocado consumir el café, afuera, a un metro largo de distancia y con el tapabocas puesto. Yo había ido a recogerla para transportarla al hotel, pues ella detestaba buscar direcciones y había dejado su carro en la urbanización. Esperaba a una compañera de trabajo que se había retrasado para ir juntas al Hotel Balcones del Estadio, habilitado totalmente gratis para el personal de la salud.
Vi cómo esta enfermera hacía catarsis delante de mí. No pude dejar de conmoverme, porque al verla a ella, en ese momento, en ese día y en ese cruce de emociones, estaba viendo a todas las enfermeras de Colombia que deberían estar pasando por circunstancias similares. Era la fotografía exacta de lo que habían experimentado los negros en el sistema de segregación racial en Sudáfrica y Namibia en vigor hasta 1992; lo mismo que debieron experimentar los africanos, asiáticos, italianos, polacos, latinoamericanos, y otros inmigrantes frente a los anglosajones en el sur de los estados unidos; sin duda el rechazo que sufren los gitanos como etnia en todas partes del mundo y que se ha vuelto paisaje para las organizaciones defensoras de los derechos humanos. La discriminación por la razón que sea, es absurda.
“Reuní la ropa indispensable – me dijo - en una maleta y al amanecer me fui para el hotel Balcones en el que se estaban alojando los trabajadores de la salud y que había puesto a disposición el alcalde de la ciudad. No podía quitarme de la cabeza lo hipócritas que eran mis vecinos, que seguramente estaban divisando por los visillos. Le llevé el gatito a mi madre, que me invitó a quedarme con ella. Es la única persona en el mundo a la que realmente le importan tus problemas. Pero yo le dije: ¡ni de fundas…!”
Lisbeth no era un caso aislado.
#10344 en Otros
#3170 en Relatos cortos
#948 en No ficción
historias de pandemia, cambios que superan la realidad, personajes increibles
Editado: 19.07.2022