Crónicas de lo humano

Nunca juzgues mal a los humanos...

Imagina una tierra paralela donde la humanidad en su búsqueda de vida provoca su propia invasión a manos de una raza extraterrestre felina que solo vive para luchar y conquistar. Pero en la que con el ingenio, la adaptación y el aprender a utilizar sus armas la humanidad logra ganar, ¿quieres saber más? Bien, viajemos a un bar unos cuantos años luz lejos de la tierra:

El bar estaba ubicado en una de las lunas de Grudlan, en el sistema 2380. Era un lugar sombrío, iluminado por luces mortecinas y cargado de humo de especias alienígenas. Entre mesas metálicas y paredes oxidadas se reunían mercenarios, contrabandistas y veteranos de guerras que casi nadie recordaba. Allí, entre risas roncas y discusiones por viejas deudas, el orgullo de distintas especies se mezclaba con el amargor del alcohol barato.

En una de las esquinas, un veterano felino, marcado por cicatrices y con una prótesis brillante en lugar de su brazo derecho, escuchaba en silencio. Sus ojos, endurecidos por demasiadas batallas, se clavaron en un joven de su misma especie que reía con desdén de los humanos.

El felino mayor apoyó las garras metálicas sobre la barra y gruñó bajo.
—No sabes de lo que hablas —dijo con voz ronca, cargada de memoria—. Nunca subestimes a los humanos. Unidos son fuertes… pero dentro de ellos existen dos pueblos que son excepcionales en combate.

El joven soltó una carcajada, mostrando sus colmillos afilados.
—¿Excepcionales? ¿En qué podrían serlo esas criaturas tan débiles?

El veterano entornó los ojos y respondió con calma, pero con filo en su voz:
—Los primeros luchan con una disciplina férrea. Se mueven como sombras, cada paso calculado, cada decisión precisa. Resistieron en posiciones imposibles durante días, usando la geografía como su aliada. Y cuando el combate terminaba… honraban a los caídos, incluso a los nuestros. He visto cómo recogían los cuerpos de sus enemigos con el mismo respeto que a sus compañeros, como si cada batalla fuera un ritual de honor. Para ellos, la guerra no es solo matar: es demostrar respeto al adversario.

El joven frunció el ceño, incómodo, pero el veterano continuó:
—Los segundos… son lo opuesto. No conocen el miedo a la muerte. Luchan con una furia que parece no tener fin, como si cada día fuera el último. En medio del combate escuchas sus gritos, sus risas, y no sabes si enfrentarte a ellos o huir. Pero cuando la batalla termina, su ferocidad se transforma en humanidad. Recogen a los heridos, cuidan a los caídos, incluso a los nuestros.

El veterano bajó la voz, sus palabras cargadas de recuerdos.
—Fui prisionero de ellos. No solo me respetaron la vida… me curaron, me alimentaron. Y por las noches, alrededor de las fogatas, los escuchaba cantar. Contaban historias de sus hazañas, recordaban a los que habían perdido y se reían como si la muerte misma no pudiera quebrarlos.

Tocó su brazo metálico con solemnidad.
—Aprendimos todo esto de la peor manera —dijo, dejando que el silencio pesara en el aire—. Ese día entendí que hay dos formas de ser guerrero: con disciplina y honor, o con pasión y coraje. Y ambos… son invencibles a su manera.

El joven felino ya no reía. Las palabras del veterano lo habían atravesado como una lanza. Por primera vez, entendió que los humanos no eran débiles… sino una fuerza que había hecho temblar incluso a su orgullosa especie conquistadora.




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