Se alojaba en una enorme casa de la era colonial. Vestía un hermoso vestido rosa, con holanes, corsee y moños; moldeado apto para su edad. Su cabello negro, caía en caireles; se veía en el espejo con gusto.
Tocaron la puerta, caminó hasta ella y la abrió. Se sorprendió por el pequeño niño que estaba frente a ella. Ese niño le miraba con sus ojos color azul hielo; eran hermosos y se perdió contemplando su belleza.
El pequeño de cabellos negros y cortos, no habló, ni parpadeó, incluso no articuló palabra, ni una sonrisa; la observaba.
—¡Hola! —, saludó.
—Vine contigo —alegó el niño.
—¿Por qué? —, se sonrojó, la voz de su interlocutor era muy grave para tratarse de un niño con aproximadamente diez años de edad.
—Tienes que cuidarme.
—¿Cómo te llamas?
—No importa, tienes que cuidarme.
—¿Dé qué?—se quitó de la puerta y el chico entró a la habitación, miró hacia la enorme ventana donde pudo contemplar el cielo estrellado.
—Me persiguen.
—¿Quién?
—No lo sé—, la miró. —Debo quedarme contigo ¿Cómo te llamas?
—Lyla.
—No me equivoqué—, sonrió. Caminó hasta la cama y se sentó en la orilla. —Ve a cambiarte, hay que ir a cenar.
—¿Qué?—vio sus ropas— ¿A cenar? Yo no quiero cenar.
—Tenemos que ir a cenar.
—¿Estás ordenándome?
—No, vendrás conmigo tienes que cuidarme.
—¿Qué? —alzó las manos en forma de protesta. —¡No eres mi obligación y no sé quién eres!
—Vamos a cenar—el niño tomó la ropa de la chica y se la extendió. La cogió confundida y se adentró al baño.
Se preguntaba quién era ese niño y porqué era único. Tenía la piel muy blanca, un acento desconocido y una ropa muy elegante para tratarse de un niño.
Reemplazó su vestido por unos jeans, tenis y una sudadera de color negra, después recogió su cabello en una coleta. Salió del baño y el ojiazul le extendió su pequeña mano, que era del mismo tamaño que la suya, la tomó y le incomodó la inexpresión en su rostro; se sintió acongojada.
—Vamos…—salieron de la habitación. Caminaron por el largo pasillo, era estrecho y adornado por una alfombra color vino con adornos dorados en los bordes. Los candelabros eran tan viejos que iluminaban muy poco, había muros de madera con cuadros antiguos.
Dieron la vuelta a la derecha antes de llegar a la puerta principal; el niño le soltó para recoger su abrigo que yacía en el sofá.
—Saldremos—, dijo.
—No podemos salir.
—¿Quién dice?
—¡Ve la hora que es! ¡Es muy noche!
El niño se detuvo ante la puerta y la abrió. Lyla tiritó al escuchar la madera crujir. El aire nocturno les despeinó. Miró la intensidad del brillo de los ojos azules del chico.
—¿Sientes eso? —le preguntó.
—¿Qué?—, respondió asustada.
Quería que ese momento fuera un sueño, escuchó una voz masculina en su cabeza, de alguien mayor.
—Debes cuidarlo, es un niño y no conoce el mundo. Apenas ha llegado a él y por eso es muy exigente; no conoce las emociones, tienes que enseñarle.
¡Lyla! —La voz se esfumó—¡Corre!
***
Fue en cámara lenta, observó una enorme bola de fuego entrar con velocidad por la entrada y al niño corriendo hacia ella, la madera se hizo cenizas y se percató del inmenso calor que pasó por encima de su cabeza.
El pequeño cayó sobre ella, provocando que cayera de espalda y se golpeara la cabeza con una alfombra rasposa que no acolchonó el golpe.
Sintió el cuerpo helado del pequeño, estaba frío cómo el hielo. Él se levantó y la jaló de la ropa para incorporarlos en pie. Corrieron de regreso a la habitación, escuchaban que las llamas quemaban todo a su paso. Se refugiaron en la habitación cerrando la puerta de un golpe.
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Editado: 05.04.2018