Lyla leía en su cama con un poco de luz, tenía una lámpara vieja iluminándole, de esas que se les ponía aceite. Escuchó qué la puerta de la entrada se abrió; luego ese ruido fue acompañado por las voces de la familia que vivía en esa casa. En estos días ella no se quedó en su hogar, por alguna razón, que desconocía, estaba viviendo con esa familia desconocida, que ahora podría decirse, era su tercera familia.
El menor de la casa, se asomó por el rabillo de la puerta, no dijo nada, pues se quedó contemplándola mientras leía; la joven sintió que la observaban y desvió la mirada a la puerta. Sonrió y el pequeño entró sentándose a los pies de la cama.
– ¿Por qué no te da miedo quedarte sola? – Le preguntó.
–Por qué me dan miedo otras cosas que tú no entenderías…
– ¿Existen los monstruos? – Cuestionó el pequeño.
“Sí, existen y no te imaginas los tipos de clase que hay…” Pensó la joven.
– ¿Por qué lo preguntas? –Dijo la joven sentándose en la cama. Metió los pies dentro de unas pantuflas rosas, estaban acolchonadas y esperó la respuesta del niño de cabellos negros para poder ir al baño.
Él pequeño, por otro lado, se encogió de hombros y no dijo nada, sólo viró su cabeza hacia la ventana que estaba encima de cama de la joven. Al no obtener respuesta, la pelinegra se levantó de la cama y caminó hasta el baño. Prendió la luz y se encandiló con el reflejo de la luz en el azulejo blanco. Mientras orinaba, levantó la cabeza y vio la poca luz del sol que entró por la ventana de su lado derecho.
Momentos después la luz parpadeó y quedó a oscuras, suspiró; la oscuridad nunca le ha gustado; agradecía que no estaba sola. Así pues, se subió los pantalones, le bajó al agua y se lavó las manos. Se preguntaba a dónde había corrido el niño cuando vio que la luz se fue…aunque, aún esperaba que siguiera allí porque la luz que usaba para leer no necesitaba electricidad.
Cuando abrió la puerta, ahí afuera la esperaba una adolescente, era hermana mayor del pequeño de cabello largo y rubio, llevaba un bonito vestido blanco.
–Es hora de cenar. –Le dijo.
–Ya voy. – Lyla vio cómo la joven desapreció por el pasillo. Salió del baño y en ese preciso momento escuchó que la casa se venía abajo. Corrió por el pasillo y los escombros le impidieron avanzar, comenzó a toser y dirigiosé a su cuarto para asegurar que el pequeño aún estaba allí.
Su cuarto estaba cómo lo dejó, excepto por una enorme masa de color rosa se emitía una risilla molesta. La sangre se le fue a los pies, esa masa, tenía ojos y la veía desde las alturas, topaba en el alto techo. En ese momento, toda esperanza por su nueva familia se derrumbó, supo que en todos ya estaban muertos y no pudo salvarlos. Quería llorar, aunque no era el momento, porque ahora debía proteger su pellejo.
– ¿Quién eres? – Preguntó a media voz.
La masa rosa, no dijo una palabra, salvó su risa molesta. Tenía manos y la estiró para aplastar a la pelinegra, ella saltó y quedó suspendida en el aire, maldiciendo a la masa rosa. De sus manos empezó a salir llamas, no eran azules cómo la última vez…estás eran llamas naranjas mezcladas con amarillo.
Otra vez, comenzó a cantar melodías en otro idioma, eran hechizos que había aprendido algún día, por qué no tenía idea. Sus lagunas mentales eran muy crueles con ella, pero por lo menos, le dejaban el conocimiento en el inconciente.
Subía y bajaba volando, lanzándole las llamas a la masa, que se seguía riendo, las llamas no le hacían nada y eso provocó que la joven se enojará. Había algo en ella que le decía qué podía usar los escombros, y por arte de telequinesis, pudo lanzarle escombros envueltos en llamas.
Y ese ataque si empezó hacerle daño a la masa parlanchina, que comenzó a cesar sus carcajadas molestas por gritos guturales que le taladraban los oídos. Sacó ventaja de lo que había aprendido, porqué tampoco esperaba que una criatura tan extraña cómo esa masa, fuera débil ante los escombros envueltos en fuego.
No paró de cantar en ese idioma extraño hasta qué aquel monstruo rosado, dio su último aliento y se quemó. Agotada, se dejó caer al suelo de rodillas y lloró por diez minutos. Recordó los pocos momentos gratos que tuvo con esas personas que jamás volvería a ver. Tenía hambre, frío…además sabía que tenía que escapar de allí para no levantar sospechas; sin pensarlo dos veces se fue.
Afuera comenzó a llover y sus pantuflas se mojaron, algo que aumento el frío que ya tenía. Llevaba su cabeza cubierta por el gorro de su sudadera y las manos dentro de los bolsillos laterales de la misma. Para su suerte, en el camino, se encontró una lonchería, eran las doce de la noche y sabía que esos locales cerraban temprano. El anuncio de las paredes pintadas promocionando la Pepsi-cola, le dio una idea de lo que iba a beber.
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Editado: 14.04.2018