Crónicas de una despedida

Capítulo V: La cena real en Patrialand y...¡ABAJO CADENAS! (En desarrollo)

"...La vida que anhelo ha de tener corazón, fuego y esperanza, con la piel tostada como una flor dorada..."

 

En el corazón de Patrialand yace la torre más alta e imponente jamás vista. Creada en su totalidad de cristal fino y delicado. Desde el suelo, pareciera que tocara las nubes y siguiera su recorrido hasta el infinito. Pareciera, puesto que una niebla roja, un tanto densa cubre gran parte del corazón de Patrialand.

En la parte más alta de la torre existe un salón donde se decide el destino del reino. Allí, una persona en la oscuridad en este momento está admirando fijamente un cuadro en la pared. Lo contempla con estupor y suspira. Sus ojos están impacientes, como si estuviera esperando una respuesta del lienzo. En la pintura, se puede apreciar en la parte izquierda, una torre de cristal a medio terminar. Muchas colinas y un camino de tierra que termina en una especie de precipicio. En la parte derecha algunas nubes grises aparecen, vaticinando una tormenta. En el camino de tierra y cerca del precipicio, una rata gigante vestida de rojo tocando una flauta y apuntando hacia la caída. Detrás de ella, decenas de personas con atuendos de todo tipo, desde casual a elegante, hacen fila. Al parecer se ven felices e hipnotizadas por la melodía de este flautista. Un "Hamelín" de segunda. De su flauta, humo rojo sale y se infiere que el viento lo transporta hacia las personas. Éstas lo inhalan. Todas van directo al precipicio relajadamente. Sin darse cuenta de la tormenta ni de la caída.

- ¡Juro que seguiré tu legado, padre mío! Este reino seguirá siendo de nosotros ¿verdad? Ganaremos todas las guerras habidas y por haber - le dice a la pintura-.

Una mujer con gafas y vestido rojo elegante entra al salón y enciende el interruptor de luz.

- Ya falta menos para que empiece el banquete. Los demás están por llegar. Has dejado tu banda en la habitación - le dice y le entrega una especie de banda de tela con colores primarios que se coloca de inmediato, apoyándola en su hombro izquierdo.

- Me veo bien ¿verdad? - le pregunta a la mujer que exhala un suspiro corto de fastidio-.

- ¡Como un asno con poder! Eres el gobernante de Patrialand. Mi opinión es insignificante.

- Perfecto... Sí, verdad... En otro orden de ideas. No he visto al conejo.

- Debe estar retrasado como siempre. Estará aquí en cualquier minuto.

- ¡Es un traidor! Nos ha traicionado, nos ha vendido -dice exaltado el gobernante- ¡Si se aparece, va directo al calabozo! Mejor aún, ¡lo haré colgar!

- No seas paranoico. Con su familia en el calabozo, servirá eternamente al reino -dice la mujer-.

- Ah sí... verdad. Ahora dejadme solo.

A menos de un kilómetro de la torre se encuentra una joven persiguiendo a un conejo saltarín. Bertha recuerda la historia de Anita y se dice a sí misma:

- Aunque las cosas se pongan difícil, lo único que podamos hacer es resistir y seguir luchando. Una tristeza hoy probablemente sean miles de sonrisas mañana. Mi lucha ahora es para atrapar al señor conejo. Y... ¡Estoy a tan poco! No desmayaré, no me cansaré, quiero la verdad.

El señor conejo de cara pálida, sudoroso, quizás cansado por el trayecto o nervioso por las consecuencias de su retraso, llega a la entrada de la torre. Dos guardias famélicos custodian la puerta principal. Sus vestiduras son completamente negras, usan máscaras de calaveras y están armados. Al sentir la presencia del señor conejo lo apuntan con sus armas.

- ¡Alto! -dice uno- Identifíquese.

- Soy el conejo. Me encargo del banquete. Por favor déjeme pasar que llevo prisa. Estoy en la lista.

Un guardia saca de su bolsillo, una hoja de papel arrugada y la mira. Tarda unos segundos y luego dice:

- Sí, aquí está. Puedes pasar - los dos se apartan de la entrada y el señor conejo sigue.

- He de entrar yo también, pero con esos guardias será difícil. Buscaré otro camino - dice una Bertha escondida en un arbusto.

La joven bordea la torre de cristal hasta llegar al lado opuesto de la entrada. Aparentemente la única manera de ingresar es pasando a los guardias. Bertha observa algo extraño. En la parte opuesta, desde lo más alto hasta la parte baja de la torre, están conectadas infinidades de cadenas kilométricas que terminan en un precipicio.

Decide echar un vistazo. De repente, sus rodillas tiemblan y cae al suelo. No lo puede evitar. Lo que ha visto la ha dejado anonadada. Empieza a llorar. El señor oruga tenía razón. Niebla roja cubre todo el lugar. Y al fondo un sin número de personas encadenadas una detrás de otra en filas. Cada una de ellas con grilletes en sus manos y cuellos. Todas unidas a las cadenas que nacen de la torre. Con vestidos sucios, rasgados por la indiferencia, caras cansadas y delgadas, están sufriendo. Están muriendo. Susurros apenas entendibles. Tienen hambre. Han perdido la esperanza. Y Bertha también lo siente, al igual que ellos su vida se va desvaneciendo en el irónico "Valle de la vida". Es como un puñal que atraviesa su delicado corazón y la deja desangrar segundo a segundo sin parar. Siente impotencia, siente injusticia. Nadie es tan merecedor de esa atrocidad. Ni siquiera la persona más mala del universo. Es una crueldad inhumana que tanta gente esté muriendo lentamente y sin poder hacer algo. Desde lo alto, percibe una fuerza invisible que la une a esa gente. Los Patrialandianos. Ella es una más. Por instantes, su cara se ve reflejada en uno de ellos. En carne propia siente lo que sienten ellos. En carne propia, su vida se le va de las manos. Sus dedos envejecen, su cuerpo es ligero, cada hueso se distingue fácilmente en su piel, su cabello se vuelve blanco. Y allí está, mientras el tiempo transcurre, en el mismo sitio encadenada.

- ¡Ya basta! ¡No puedo más! Esto es personal. Tengo que entrar a esa torre.

Regresa corriendo hasta la entrada de la torre. Los dos guardias famélicos la miran.



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En el texto hay: amor doloroso, venezuela, despedida

Editado: 15.06.2020

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