Lubilla se paró en la reluciente mesa de vidrio, se abalanzó hacia el senador y le tumbó los dientes de un golpe.
Al menos, así fue en su imaginación.
Nunca había sentido tantas ganas de golpearlo, no estaba segura si por la molestia del vestido, que su esposa le obligó a usar esa mañana, o por la negativa del «cabeza cuadrada» del senador Mauro a enviar refuerzos a Uridao. Condenados vestido y sujeto, le hacían picar hasta los huesos.
Lubilla se ajustó el cuello de tortuga por enésima vez antes de ponerse de pie para rugirle al senador.
—¡Si escucho una vez más que la amenaza Dagiri es prioridad, voy a regresar a mi flota desde Uridao para bombardear las oficinas!
Se había tomado una semana fuera de la acción para labores diplomáticas. Semana en la que la gente a su mando tuvo que ingeniárselas sin su almirante. No es que fueran débiles o incompetentes; además, Dagiri aún se encontraba al otro extremo de la galaxia, pero enfrentarse a la Revuelta Fronteriza estaba siendo como arrancar las raíces de un árbol con las uñas. Tantos planetas organizados en el acto de rebeldía más grande en siglos, orquestado bajo las narices de todos los gobiernos, hasta los chistes guardaban más sentido.
—Cuando la Revuelta llegue aquí, adormecer las nalgas detrás de su escritorio ya no va a significar nada —advirtió Lubilla al senador desde su primera «charla».
La Revuelta ya había tomado demasiados planetas de la frontera. Con todas las fuerzas militares del Mandatorio enfocadas en dispararle al monstruo Dagiri, aquellos planetas tuvieron que valerse por sí mismos en la batalla, y a ninguno le alcanzó la fuerza. En cuestión de días, la Revuelta Fronteriza lograba alzar sus banderas proclamando libertad para esos mundos.
Lubilla marcó la diferencia con el suyo, no iba a dejarlos, porque sabía muy bien el significado de libertad. Significaba no comer, no beber, no dormir; la libertad significaba sufrimiento. Podía ser egoísta, pero ella prefería morir luchando por su planeta natal que haciendo esfuerzos vacíos por una galaxia en la que, al final del día, debes destacarte a su favor para que te dirijan la mirada.
Irónico, porque esfuerzos vacíos son lo que estuvo haciendo en la semana.
Ya estaba cansada.
Día tras día, dar vueltas por los pasillos del Mandatorio, un edificio cilíndrico alzado en el centro de la capital; forrado de cristales para brillar con la luz del sol y los ciudadanos pudiesen dar fe de su transparencia con sus propios ojos.
Así como ¡quedarse ciegos al intentarlo!
Lo único bueno es que podía pasar tiempo con su esposa después de meses. Era inconcebible que la mujer se mantuviera tan radiante trabajando en esa cámara de egos. Al menos, ella sí le hacía justicia a su cargo. Se hizo de una buena fama por la cual el pueblo y los políticos por igual acudían con ella por ayuda. Su capacidad para la diplomacia equiparaba la de Lubilla para la batalla. Por algo le pidió matrimonio.
Pero ni la despampanante senadora podía evitar que perdiera los estribos escuchando al viejo calvo que tenía enfrente.
Arrancarle los dientes uno por uno le daría mayor novedad a esas reuniones, donde lo único que cambiaban eran los guardias. A lo largo de los meses, desde que la Revuelta se acercaba más al centro, pasaron de tipos comunes en uniforme a tipos comunes en armadura y luego ¡entes blindados de casi dos metros! Lubilla quería pensar que era una buena señal, quizá se estaban tomando más en serio la defensa contra la Revuelta.
O, en otras palabras, los «cabeza cuadrada» estaban aterrados.
Como fuera, si seguían dando vueltas a los mismos temas, cuando regresara a Uridao vería la bandera de los revoltosos ondeando desde el espacio.
Los guardias del Mandatorio la amenazaron de inmediato con sus naginatas, las cuchillas relucían de nuevas cerca de su rostro. Ambos individuos dejaron la «mirada» fija en ella. Sus cascos negros no dejaban ver rostro alguno; en cambio, tenían un triángulo invertido ocupando todo ese espacio, que cambiaba de color dependiendo de la orden que les llegara.
Azul.
Rojo.
Amarillo.
Órdenes que siempre los había visto cumplir en absoluto silencio.
A Lubilla le parecían un poco siniestros. Sin cara, sin personalidad, tan plateados como cualquier máquina. Si en verdad resultaban ser androides, como rumoreaba la gente, le haría todo el sentido de la galaxia.
La mano de su esposa la sentó de un jalón.
—No puedes amenazar a un senador, Lubilla —le dijo entre dientes al oído.
Claro que no podía, cualquiera con dos dedos de frente sabría que es un boleto seguro a los calabozos. Su tono no fue nada rudo, no se le daba bien, pero la había llamado por su nombre, sin duda Eribel estaba molesta. Esperaba que con Mauro más que con ella.
—Almirante Lubilla —la llamó el senador—, aprecie que la graduación de mi hijo me tiene de buen humor, de lo contrario...
«¿De lo contrario qué, anciano?», pensó Lubilla. Fue una amenaza, y no le gustó, pero quedaron a mano.
—Mil disculpas, senador Mauro —intervino Eribel. Claro que su mujer diplomática iba a intentar defenderla—. Ya sabe, tantas crisis a la vez nos tienen de los nervios a todos.