Crónicas de una galaxia en decadencia

Culpa inconsciente

Esa mañana, las bocinas repartidas por la estación espacial despertaron a Adamno con apuro.

El comandante acudió de inmediato al cuarto de juntas, donde se encontró al almirante Cólisan y su secretario, Dálovir.

—Comandante, quítese las lagañas. Esto va a terminar de despertarlo.

El tono preocupado de Cólisan no era habitual; sin embargo, tenía una buena razón para estarlo. En la pantalla al frente: un volcán negro con una gruesa torre de humo encima.

—Dagiri. —El sueño salió expulsado en un suspiro seco—. Está activo.

Cólisan dio un largo suspiro y tronó la boca.

—Después de años.

—Siglos —puntualizó Dálovir, con dos ojos a su tableta y el de la frente a la pantalla.

Adamno contempló la imagen en silencio por unos segundos. Hasta entonces, Dagiri había sido una montaña, imponente, pero inofensiva. Un vestigio, un recipiente vacío. La lava que alguna vez hubo en su interior se evaporó, se filtró por el suelo o se la bebió un gigante. Ya nadie en aquel planeta era lo suficientemente viejo para recordar.

—Pero ¿cómo volvió la lava de la noche a la mañana? No tiene sentido.

—No baja seguido a tierra, ¿verdad, comandante?

—Almirante —Adamno hizo una mueca de desconcierto—, todo nuestro trabajo está acá arriba.

Cólisan le dirigió una mirada entre el desprecio y la decepción.

—Entonces no sabe lo que «Dagiri» significa.

El secretario Dálovir apuntó al almirante con los tres ojos. Lo miró con recelo, como a un mitómano a punto de contar otra de sus mentiras.

—Dagiri... es el demonio del volcán.

Fue aterrador cuando lo vio.

Por varios minutos, el comandante Adamno y toda la tripulación, siguieron a Dagiri con la mirada. Esforzándose, giraron el cuello, pero todo lo demás se había congelado.

No, Dagiri no era un demonio, porque los demonios no existen.

Los monstruos, en cambio, son reales.

No hubo mejor prueba para Adamno que esa tortuga con caparazón de volcán. Aunque «tortuga» no era una descripción certera, le ayudó a aterrizar al monstruo en la realidad.

La parte superior de su cabeza estaba cubierta por roca volcánica, al igual que la planta de sus patas, dejando marcas de quemaduras en la tierra. Meneaba una cola más parecida a la de un escorpión, con una roca triangular por aguijón.

Las pupilas negras de Dagiri se dirigieron a la flota de dirigibles, eran tan grandes que no supo si los estaba viendo a todos o, por alguna razón, solo a él.

El monstruo entornó los ojos y ladeó su cuerpo hacia ellos. La lava del volcán se alborotó como agua hirviendo.

El calor penetró la piel del comandante, llegó hasta sus venas y le hirvió la sangre.

Adamno reaccionó de inmediato.

—¡Muévanse, muévanse! —corrió hacia los pilotos de la nave. Los sacó del trance con una sacudida—. ¡Evasivas! ¡Tácticas!

Los pilotos viraron rápido a la derecha. La erupción retumbó en las paredes y retumbó en los huesos. Adamno y todos los que estaban de pie, cayeron.

Por el rabillo del ojo, vio una ráfaga anaranjada volar cerca del dirigible. Se levantó tan rápido como pudo, apoyándose en el asiento de un piloto.

Dio pasos lentos a una de las ventanas laterales. La nave vecina estaba siendo consumida por la lava, de la forma en que el ácido consume la carne.

El dirigible se partió en dos. Con poca vida dentro, ambos pedazos cayeron humeantes al suelo.

Esas naves, esos dirigibles, son uno de los orgullos del Mandatorio. Prueba del poder de la galaxia en su conjunto. Cuando una flota llega a la atmósfera, tomando forma poco a poco en el cielo, siendo delineados por sus adornos dorados y plateados, la mano de dios bajó a ofrecer su palma o a amenazar con volverse un puño, dependiendo de la situación.

Nada, ni nadie, les hace frente. Y aquellos burdos intentos se deshacen al poco tiempo.

Bueno, eso se acabó.

El comandante Terri y su tripulación, todos orgullosamente Chutalanos, murieron como babosas en una lluvia de sal.

Una estela de humo se mantuvo en el cielo, saliendo del dirigible más grande de los tres restantes. El azul de ornamenta dorada.

El del almirante Cólisan.

Adamno cerró los ojos y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Almirante, ¿cree usted en los demonios?

—No se trata de creer o no. Lo está usted viendo ahora mismo. —Apuntó a la pantalla— Algo se estuvo ocultando en ese volcán. Algo que volvió a la vida.

Se pasó una mano por toda la cara. Con suerte, al abrir los ojos, despertaría en su cama agradeciendo que todo fue un sueño.

El volcán seguía en la pantalla, y la certeza en el rostro de Cólisan.

—Me parece, almirante, que quizá usted pasa demasiado tiempo en tierra.

—Despierte ya, Adamno. Es joven, pero no por eso debe ser tonto.




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