Crónicas de una guerra: La guerra contra la triple alianza.

El niño.

Era un día frío de agosto cuando llegamos a las afueras de la ciudad de Piribebuy que ahora era la nueva capital del país luego de la caída de Asunción.  Mis pies estaban congelados y estaba muy cansado por cargar a mi pequeña hermana; ella seguía durmiendo y al parecer había contraído una peste. Éramos parte de una triste columna de cientos de refugiados que habíamos escapado del saqueo de la capital de parte de las tropas aliadas.

Cuando entramos al pueblo mi madre buscó un lugar donde podríamos refugiarnos del frío. La ciudad estaba incesante con tropas moviéndose por las calles y aunque en sus ojos ya se notaba la derrota estaban dispuestos a pelear.

Cuando se llevaron a mi padre para enrolarse hace tres años los rumores eran que el ejército había sufrido graves derrotas y que la situación era mala. En ese entonces solo tenía once años y no lo entendí pero luego de un tiempo pude sentir en carne propia que tan mal estaba la situación.

Mi padre nos enviaba cartas de forma mensual y por lo menos fue así el primer año pero luego ya dejamos de recibirlas. Era de esperarse, ya que inclusive en la capital el papel ya escaseaba y era de suponer que en el frente la racionalización era aún peor. La última carta de mi padre que recibimos fue hace dos años y en ella me pedía a mi ser fuerte y cuidar a mi hermana y a mi madre; a mi hermana le pidió que me hiciera caso siempre y a mi madre le puso un te amo escrito en guaraní, nuestro segundo idioma. Recuerdo las lágrimas de mi madre al leer esa carta.

A veces trato de no pensar en que pasó de mi padre pero estoy seguro de que está muerto en algún campo del frente junto a otros miles de compatriotas y cuando esos sentimientos me atacan voy a un lugar donde nadie me pueda ver y comienzo a llorar. Solo me queda cumplir su deseo y proteger mi madre y mi pequeña hermana.

La habitación que mi madre había conseguido era pequeña. Aún nos quedaba un poco de dinero y fue a buscar alimentos para nosotros y luego de un tiempo regresó con unas manzanas lo único que pudo conseguir. Eran manzanas pequeñas, aun poco podridas pero igual las comimos.

La fiebre de mi hermana no bajaba y el hospital en el centro de la ciudad estaba repleto de heridos y moribundos. Lo único que podíamos hacer mi madre y yo era ponerle un paño sobre la cabeza para bajarle la temperatura. En ocasiones me quedaba dormido cerca de ella y durante las noches podía escuchar los sollozos de mi madre en un rincón.

En otra noche fría me acerque a mi hermana y la abrace; luego mi madre nos abrazó y nos quedamos dormidos. No hubo llantos de mi madre y yo tuve un sueño hermoso: soñé que estábamos los cuatro en nuestra pequeña estancia en San Antonio, a las afueras de Asunción. Mi madre había cocinado un delicioso caldo de gallina casera y los cuatro nos sentamos en la mesa del patio bajo la sombra del mango gigante mientras el viento veraniego soplaba; mi hermana sonreía mientras comía el caldo y mis padres hacían lo mismo. En ese momento un cañonazo a lo lejos nos despertó y me sacó de ese dulce sueño.

A la mañana llegó un oficial del enemigo. Era un macaco**, como le llamaban despectivamente los adultos a los brasileños, un hombre alto con uniforme de gala y solicitó una audiencia con el oficial a cargo del pueblo para una rendición. El mariscal junto al resto de su estado mayor había abandonado la ciudad hace cinco días y había dejado a un Coronel para la defensa de la misma. Nos habían dicho que las fuerzas del enemigo eran abrumadoras y que no podíamos ir muy lejos si intentábamos huir. El coronel rechazó la rendición y el oficial brasileño se burló de él y regreso a su campamento, inmediatamente se organizó la defensa y se hizo empuñar a todo hombre o niño en pie con un sable o una lanza, muchas mujeres también participaron en la defensa y las que no, junto con heridos o lisiados, fueron al hospital en el centro de la ciudad. Mi madre intentó llevarme pero un soldado me separó de ella hasta que resignada se retiró con mi hermana a la que le di un beso en la frente y me despidió con una sonrisa.

Me dieron una lanza, era grande y pesada, apenas la podía sostener, tenía miedo, trataba de recordar las palabras de mi padre de proteger a mi hermana y a mi madre y de esa manera ganar valor. El sargento a nuestro cargo pedía a gritos que luchemos con valentía, vociferaba insultos hacia los macacos y nos decía que  venían a robar nuestra tierra, violar a las mujeres y borrar toda existencia de nuestro país.

La ansiedad me carcomía y me hacía sudar a pesar del frío. El silencio de los cañones enemigos era inquietante, el murmullo de mis camaradas aumentaba, el viento traía el olor a muerte en el aire hasta que algo rompió el silencio; una bala de cañón impactó directamente en una casa a nuestro costado, una esquirla le dio en la pierna a nuestro sargento que cayó maldiciendo en guaraní. El infierno se desató, yo me resguardé mientras la lluvia de balas de los cañones impactaba contra las casas y las hacían explotar, una bala de cañón le arrancó la cabeza a un muchacho más o menos de mi edad mientras nos íbamos a esconder en una trinchera improvisada. Permanecí por una hora agachado hasta que los cañonazos cesaron, me levanté y vi al enemigo acercándose, uno de nosotros gritó y los fusiles brillaron y algunos de los atacantes cayeron mientras gritaban maldiciones en portugués. Vi a uno dirigirse directamente a mí con su sable en la mano y la adrenalina me dio fuerzas para dirigirle una estocada mortal en el estómago; quede impactado por como salía la sangre de su vientre y de sus gritos de dolor, era la primera vez que hacia algo así. En ese momento alguien me estiró hacía atrás, era un camarada  y nos gritó para retroceder a la siguiente trinchera.



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En el texto hay: historico, drama accion

Editado: 08.09.2020

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