Año cuatrocientos noventa y cuatro. El cielo estaba cubierto de nubes espesas cuando Iskren, Tugomir y Zelimir finalmente regresaron a Moravia. Habían pasado años en campañas que habían cambiado el destino de muchos pueblos. Ptuj, Brežice y Škofja Loka, lugares que antes adoraban a dioses antiguos, ahora se postraban ante el único dios, el dios de Tugomir y su hijo. Las victorias no eran solo militares, sino espirituales. La fe se extendía como el viento, barriendo con las viejas creencias y consolidando un nuevo orden bajo la bendición divina.
Al acercarse a las puertas del pueblo, un guerrero eslavo, apostado en la muralla, hizo sonar los tambores. El profundo retumbar del cuero tensado resonó por todo el valle, anunciando el regreso triunfal de los líderes que habían llevado la fe a tierras lejanas. El sonido fue una señal que movilizó a los habitantes, que comenzaron a salir de sus cabañas, llenando las calles de Moravia con una mezcla de curiosidad y emoción.
Almedina fue la primera en llegar. Su cabello ondeaba ligeramente con la brisa, y tras ella caminaban Vesela, Bratislava y el joven Salih. Había una expectación contenida en sus ojos, pero también una sombra de preocupación. Tugomir, quien se encontraba al frente, frunció el ceño al ver la ausencia de una figura crucial.
—¿Dónde está Miloslava? —preguntó Tugomir, su tono firme pero cargado de un leve temor que no podía ocultar.
Almedina, quien siempre había sido la hija fuerte y resuelta, bajó la mirada antes de responder.
—Está en la cabaña —dijo en voz baja.
El corazón de Tugomir latió con fuerza en su pecho, y fue Zelimir quien rompió el silencio que se formó a su alrededor.
—¿Qué ocurre? —preguntó, con la misma preocupación reflejada en sus ojos.
Bratislava, quien caminaba junto a él, lo miró con seriedad, su voz temblando ligeramente.
—Tu madre está enferma, Zelimir. Ha estado rezando mucho, pidiéndole a dios que le permitiera verte antes de partir de este mundo.
La dureza en los ojos de Zelimir se quebró por un instante, revelando el niño que aún vivía en su interior, el que amaba a su madre con una devoción incondicional. Sin decir más, tanto él como su padre comenzaron a correr hacia la cabaña. El sonido de sus pasos apresurados resonaba en el suelo de tierra, mientras las demás figuras los seguían a distancia, observando con ansiedad.
Cuando entraron a la cabaña, encontraron a Miloslava recostada en un lecho de pieles. Su rostro estaba pálido, y aunque su cuerpo se veía frágil, sus ojos aún brillaban con la misma luz de siempre. A su lado, Almedina ya estaba arrodillada, sosteniéndole la mano.
—Mamá —susurró Zelimir, arrodillándose junto a su cama.
Miloslava tosió suavemente, cubriendo su boca con un paño que rápidamente se manchó de sangre. A pesar de la gravedad de su estado, sonrió al ver a su hijo y a su esposo.
—He rezado mucho para que dios me permitiera verlos antes de partir —dijo con voz débil, pero clara.
Tugomir, siempre el guerrero implacable, se arrodilló junto a ella. En ese momento, no era el señor de Moravia ni el gran conquistador. Era un esposo, temeroso de perder a su compañera de vida.
—No hables, Miloslava —dijo, su voz quebrada por primera vez en años—. Estoy aquí, hemos vuelto. Todo estará bien.
Pero Miloslava negó suavemente con la cabeza, sabiendo que su tiempo en este mundo estaba llegando a su fin.
—Almedina... —dijo, girando su cabeza hacia su hija—. Quiero que te cases con Salih. Dios me reveló que de ustedes nacerá un gran guerrero, uno que ayudará a Zelimir a mantener el reino que dios le ha dado por construir.
Almedina, con los ojos llenos de lágrimas, asintió en silencio. No podía hablar, el peso de la situación le impedía hacerlo.
Miloslava luego miró a su hijo, su expresión llena de amor y sabiduría.
—Zelimir... —su voz era apenas un susurro ahora—. Nunca te cases con otras mujeres. Que tu corazón sea fiel a Bratislava, como el de tu padre lo ha sido conmigo.
Zelimir bajó la cabeza, sus lágrimas cayendo al suelo mientras asentía. Sabía que la voluntad de su madre era también la voluntad de dios.
Por último, Miloslava volvió su mirada hacia Tugomir, y sus ojos, a pesar del dolor, brillaron con ternura.
—Te amo, Tugomir. Dios ha sido bueno conmigo por darme a un hombre tan fuerte, a un guerrero al que todos temen, pero sobre todo a un esposo y padre amoroso. Gracias... por todo.
Tugomir la abrazó, su cuerpo temblando por la emoción contenida. Luego la besó en la frente, con una delicadeza que parecía imposible para un hombre de su talla.
—Doy fe que solo existe un dios. El digno, el que da y quita. —Miloslava cerró los ojos, tomando una última bocanada de aire—. Te amo mucho, Tugomir.
Y con esas palabras, Miloslava expiró, dejando este mundo en la paz de su fe.
El silencio en la cabaña era sepulcral, roto solo por el retumbar de los tambores que, afuera, anunciaban la muerte de Miloslava a todo Moravia. Todos lloraban, desde los más pequeños hasta los más ancianos. Ese día, el pueblo ayunó, en señal de respeto y duelo, desde la hora en que falleció hasta el día siguiente, cuando procedieron a enterrarla.