Año quinientos tres. La noticia de la boda entre Samira y Tugomir se había extendido como el viento por todas las tierras bajo su dominio. Desde Moravia hasta Bakalski, desde Celje, que Zelimir había bautizado como Bratislava, hasta Ptuj, Brežice y Škofja Loka, ahora conocida como Miroslava en honor a la primera esposa de Tugomir. Samira, en su segundo año como Cynpyra, había decidido dar ese nombre a la ciudad, pues sentía que Miroslava, quien siempre se había preocupado por el bienestar de los habitantes, merecía ser recordada de esa manera. Incluso en tierras lejanas como Idrija, Kamnik y Helsingør, el pueblo más hermoso de la creciente nación, conquistado por Salih en nombre de dios, la noticia de la nueva esposa del Král había sido recibida con expectativa y algunas voces de descontento.
En una sala iluminada por la luz suave de la mañana, Almedina, la hija de Tugomir y Miloslava, se sentaba frente a su primogénito, Asger. La mesa entre ellos estaba cubierta de platos vacíos, abandonados tras un tenso desayuno que apenas había pasado con palabras intercambiadas. En el rostro de Almedina se reflejaba una tormenta interna que luchaba por salir. Finalmente, se levantó, su cuerpo vibrando con la rabia contenida que había estado acumulando durante meses.
—¿Quién es esa mujer que osa ocupar el lugar que le perteneció a mi madre? —dijo en voz alta, como si su ira no pudiera ser contenida por la calma del cuarto—. ¡Ese lugar me corresponde a mí por derecho! ¿Acaso dios nos da la espalda a los hijos de Tugomir?
Almedina golpeó la mesa con fuerza, sus ojos brillando con un resentimiento que no había sabido cómo expresar hasta ese momento.
—¡Juro que el día que la tenga cara a cara le arrancaré los ojos y se los daré a los cuervos! —escupió las palabras, su voz llena de una furia que parecía fuera de lugar.
Al otro lado de la mesa, Asger, su hijo, la miraba con ojos serios. Durante meses, había observado cómo la amargura de su madre crecía en silencio, pero ahora, al escuchar sus palabras, sintió que algo dentro de él se quebraba. Con un movimiento rápido, se levantó de su asiento y desenfundó la espada que su tío Zelimir le había dado durante su última visita. La hoja brillaba a la luz de la mañana, y el sonido metálico que hizo al salir de su vaina resonó en la sala.
—¡Madre! —gritó Asger, su voz fuerte y firme—. Te prohíbo que te expreses de esa manera de la mujer que dios ha dado a mi abuelo Tugomir. ¿Quién eres tú para contradecir la voluntad de nuestro dios?
Almedina, sorprendida por la reacción de su hijo, lo miró con ojos grandes y atónitos. Nunca había esperado que Asger se dirigiera a ella de ese modo.
—¿Acaso no ha sido dios bueno contigo y con mi padre? —continuó Asger, sin bajar la espada—. ¿Dónde estabas cuando el gran pintor dio colores al cielo y trazó los contornos del mundo? ¡Responde, madre!
El silencio que siguió fue como un golpe, y Almedina no supo cómo reaccionar. Asger no terminó allí. Su tono, aunque duro, estaba lleno de verdad, y eso hacía sus palabras aún más dolorosas.
—¿Quién te guardó para ser la esposa de mi padre y ser mi madre durante los nueve meses que estuviste en la oscuridad del vientre de mi abuela Miloslava? —sus palabras se volvieron aún más severas—. ¿Acaso ya olvidaste la enfermedad que soportó mi abuela cuando estaba embarazada de ti?
Almedina cayó de rodillas. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su cuerpo tembló bajo el peso de la verdad. Nadie en todo el reino, aparte de su padre Tugomir, sabía de la enfermedad que había sufrido Miloslava mientras la llevaba en su vientre. Nadie más que ella misma había sido consciente del sufrimiento de su madre durante aquellos meses.
—¿Cómo…? —susurró Almedina, su voz quebrada por la incredulidad—. ¿Cómo podrías saber eso?
Asger guardó silencio. La revelación de ese conocimiento no necesitaba más explicación; lo que había sido dicho ya era suficiente. Almedina se postró completamente, con el rostro contra el suelo, mientras cogía un puñado de tierra y lo esparcía sobre su cabeza en señal de arrepentimiento.
—Dios que otorgas entendimiento y comprensión a los seres humanos —dijo con un temblor en la voz—, no tomes en cuenta mi falta de respeto. Agradezco por el hijo que me has dado, al cual has dotado con tu sabiduría eterna. Que lo que hay dentro de mi corazón sea sanado por vos, dios mío. Que el odio se vaya y venga tu santo amor, pues he pecado contra vos, contra mi padre y contra la mujer que le diste para allanar su sufrimiento y ayudarlo a llevar la carga del pueblo en sus últimos días.
Asger, al ver la humildad de su madre, bajó la espada y se acercó a ella. Con ternura y respeto, le ofreció su mano para levantarla.
—Madre —dijo suavemente—. Dios sabe que no hablas de corazón, que fueron palabras impulsadas por el amor que sientes hacia mi abuela, que ya descansa en el Raj. Ahora ve y prepárate, que partiremos hacia Moravia a visitar a mi abuelo.
Almedina lo miró con ojos llenos de gratitud y aceptación. Sabía que había dejado que sus emociones nublaran su juicio, pero el amor y la sabiduría de su hijo la habían devuelto al camino correcto. Se levantó con la ayuda de Asger y lo abrazó con fuerza, sintiendo que algo en ella se había liberado, que el resentimiento que había estado cargando por tanto tiempo finalmente comenzaba a desvanecerse.
—Gracias, hijo mío —susurró, su voz temblando de emoción—. Has abierto mis ojos. Que dios te guíe siempre, como lo ha hecho hoy.