La noticia de la partida de Almedina y Asger hacia Moravia había viajado rápido. Zelimir y Salih, enterados de los movimientos de su hermana y sobrino, no dudaron en emprender el viaje de vuelta a Moravia, acompañados por el ejército de guerreros que Tugomir, el padre de Zelimir y Almedina, había puesto bajo sus órdenes. El aire era denso y el ambiente tranquilo, pero había una tensión creciente entre los guerreros, una mezcla de anticipación y preocupación por lo que encontrarían al llegar.
Zelimir, montado en su caballo, avanzaba con paso firme, sus pensamientos concentrados en las recientes conquistas y en su padre, a quien no veía desde hacía mucho tiempo. Aunque se habían mantenido en contacto a través de mensajeros, no era lo mismo que sentir la presencia de Tugomir, un hombre que había sido más que un líder para él. Había tanto que quería contarle, tanto que quería compartir.
Alzando la mirada hacia el cielo, Zelimir pronunció una oración, su voz baja pero llena de convicción.
—Oh dios misericordioso, dador de fuerza y poder —comenzó—, tú que aplastas a nuestros enemigos sin que tengamos que derramar su sangre, agradezco mucho por las victorias que nos has dado a mí y a mi Svak Salih.
Salih, quien cabalgaba a su lado, asintió en señal de acuerdo, y tras unos momentos de silencio, él también elevó su propia plegaria.
—Dios lleno de misericordia hacia aquellos que somos indignos de portar tu estandarte y de llevar el mensaje a los impíos para que se arrepientan —dijo, su voz igual de solemne—. Te damos la honra y el honor a ti. Ahora permítenos reunirnos con nuestras familias y celebrar el Posvečen.
La oración de Salih resonaba en el aire a medida que se acercaban a la entrada de Moravia. Las murallas del pueblo eran imponentes, y a pesar de los años de conquistas y expansión, Moravia seguía siendo el corazón de todo lo que habían construido. Zelimir, al desmontar de su caballo, sintió una oleada de emoción al estar tan cerca de su hogar, de su padre.
—Por fin podré abrazar a mi padre —dijo Zelimir, mientras caminaba hacia la tienda donde Tugomir se encontraba—. Y podré contarle lo benevolente que ha sido dios con nosotros, al permitirnos conquistar tanto material como espiritualmente los pueblos de Ribe, Skagen y Billund. Además, podré ver por primera vez a Cynpyra Samira. Me pregunto cómo es. ¿Se parecerá a mi madre?
Salih, que siempre había sido más reservado en sus comentarios, colocó una mano sobre el hombro de Zelimir.
—Mi padre, Iskren, me contó que es como ver el Raj —dijo, con un tono solemne—. Pero mi madre, Vesela, afirma que es como el Ad para aquellos que están lejos de dios.
Zelimir esbozó una pequeña sonrisa ante las palabras de su cuñado, pero no pudo evitar sentir una creciente curiosidad por conocer a la mujer que había ocupado el lugar que una vez fue de su madre.
Al llegar a la cabaña de Tugomir, pidieron permiso para entrar en la habitación donde se encontraba el Král y su esposa. Desde dentro, la voz suave de Samira respondió.
—Pueden pasar.
Zelimir empujó la puerta con cuidado, y su mirada se posó de inmediato en su padre, que yacía postrado en una cama improvisada. La figura fuerte y poderosa de Tugomir se veía más frágil de lo que Zelimir recordaba. El hombre que había guiado a su pueblo con puño de hierro y corazón piadoso llevaba días batallando con una fiebre que no parecía ceder.
Zelimir se arrodilló al lado de su padre y lo abrazó con fuerza.
—¿Otet Tugomir, qué tienes? —preguntó con voz quebrada, el dolor evidente en sus palabras.
Tugomir lo miró, sus ojos cansados pero llenos de amor y orgullo.
—Dios ha sido bueno conmigo —respondió el anciano, su voz débil pero firme—. Me proveyó con un buen hijo, una hermosa hija, una nuera que me dio agua cuando tuve sed y pan cuando tuve hambre, una nieta que lavó mis pies cada vez que regresé de batalla, y un nieto sabio, al cual dios ha elegido para que sea tu consejero cuando deje este mundo. Pero, sobre todo, lo que dios me ha provisto en esta vida han sido las dos maravillosas mujeres con las que me casé. Miloslava, tu madre, y Samira, que aún no ha dado a luz a tu hermano. Cuida mucho de ellos, y no permitas que nada malo les pase.
Zelimir giró la cabeza y su mirada se encontró con la de Samira. Era justo como Salih le había descrito. Su belleza serena y la calma que irradiaba la hacían parecer como una visión del Raj mismo. Su corazón, que hasta entonces había estado concentrado en el bienestar de su padre, dio un vuelco, como si de repente sintiera el peso de los siglos en un solo instante. El tiempo pareció detenerse para él.
Salih, notando el silencio prolongado, intervino.
—¿Dónde están Almedina y Asger? —preguntó—. Se suponía que deberían haber llegado antes que nosotros.
Tugomir frunció el ceño levemente.
—No han llegado aún —respondió, su voz débil pero preocupada.
Zelimir, sintiendo la urgencia en el aire, se levantó de inmediato.
—Padre, te pido permiso para partir junto a Svak Salih en busca de mi hermana y mi sobrino —dijo, su tono decidido.
Pero Tugomir, a pesar de su condición, levantó una mano en señal de calma.
—Sean pacientes —dijo—. Participen de los alimentos conmigo. Si cuando terminemos de comer no han llegado, entonces los acompañaré a buscarlos.