Después de la comida, Tugomir, Salih y Zelimir se embarcaron hacia Aarhus, una ciudad ubicada en la costa oriental de la península de Jutlandia. La atmósfera era tensa mientras avanzaban, no solo por la misión de rescatar a Almedina y Asger, sino también por las preocupaciones que pesaban en el corazón de Zelimir. Mientras el paisaje de Jutlandia se extendía ante ellos, los pensamientos de Zelimir se alejaban de la estrategia de la misión y se centraban en algo mucho más personal.
Desde el momento en que había conocido a Samira, la esposa de su padre, su corazón no había estado en paz. Cada vez que su imagen aparecía en su mente, una oleada de deseo lo asaltaba, y su mente, acostumbrada a la disciplina, se encontraba luchando en un terreno desconocido. Sabía que sus pensamientos eran un peligro, un pecado, pero no podía evitar la atracción que sentía hacia ella.
Mientras se acercaban a las afueras de Aarhus, el conflicto interno de Zelimir se intensificaba. Su corazón latía con la violencia de un millar de caballos galopando hacia un precipicio, y una sensación de culpa lo envolvía.
—Dios —susurró, casi inaudible, mirando hacia el cielo—. Aparta esta tentación de mí. No permitas que el hijo del Král Tugomir caiga en adulterio. Perdóname, dios, porque te he fallado con solo desear a esa mujer para mí. Ella es la esposa de mi padre Tugomir.
Zelimir sabía que sus pensamientos lo traicionaban, pero no podía sacudirse la imagen de Samira. Sintió una repentina urgencia de liberarse de esa carga antes de que lo destruyera desde dentro.
De repente, Tugomir, quien lideraba el grupo, se giró para mirar a su hijo. Había notado el cambio en la postura y el rostro de Zelimir. Con una mano firme, tiró del cabestro de su caballo y se acercó a él.
—¿Qué te sucede, hijo? —preguntó Tugomir, su voz grave pero llena de preocupación—. Te ves pálido, como si hubieras visto el Ad.
El miedo se apoderó de Zelimir. Sabía que no podía confesarle a su padre los verdaderos pensamientos que lo estaban atormentando. Temeroso de la reacción de Tugomir al conocer la verdad, decidió ocultar lo que realmente sentía. Mintió, esperando que esa mentira le sirviera como un escudo, aunque sabía que sería otro peso en su conciencia.
—Estoy pensando en Bratislava y en mi hijo Dornjan —respondió, bajando la mirada—. No los he visto desde que partí para las incursiones. Me preocupa no haber estado allí para ellos.
Tugomir asintió, aparentemente aliviado por la respuesta de su hijo.
—Pronto tendrás tiempo para reunirte con ellos —dijo el Král—, pero ahora es el momento de rescatar a Almedina y a Asger de manos de los impíos.
Zelimir asintió en silencio, agradecido de haber desviado la atención de su padre. A su lado, Salih permanecía en calma, concentrado en la misión que tenían por delante. Ambos hombres dieron la orden a sus guerreros para avanzar hacia las puertas de la ciudad.
Al llegar a Aarhus, la ciudad parecía tranquila desde la distancia, pero Zelimir sabía que las apariencias a menudo ocultaban la verdadera naturaleza de los eventos. En las puertas de la ciudad, un grupo de hombres armados los recibió. El líder, un hombre robusto con una barba descuidada, dio un paso al frente y habló.
—El Guvernør Gunnar los espera —dijo con voz ronca—. Vengan, pueden entrar. Él está dispuesto a negociar el rescate de su hija y su nieto.
Tugomir, Zelimir y Salih intercambiaron miradas, sabiendo que no tenían más opción que seguir al grupo armado hacia la fortaleza donde se encontraba Gunnar. Los guerreros eslavos mantuvieron sus manos en las empuñaduras de sus espadas, preparados para cualquier traición.
El salón del Guvernør Gunnar era oscuro y frío. A diferencia de los templos y hogares de Moravia, el lugar estaba decorado de manera austera, con un trono de piedra en el centro de la habitación. Gunnar estaba sentado en él, con una sonrisa que no inspiraba confianza. Su rostro estaba marcado por cicatrices de viejas batallas, y sus ojos brillaban con malicia mientras observaba a los recién llegados.
—Bienvenidos, Otets Salih y Zelimir, así como a usted, Král Tugomir —dijo Gunnar, su tono casual, como si la situación no fuera más que un encuentro entre viejos amigos—. Me alegra verlos. Este es el precio que deben pagar por su hija y su nieto.
Con un gesto, uno de los hombres de Gunnar trajo un mapa y lo desplegó frente a los tres líderes eslavos. Gunnar señaló tres pueblos en el mapa: Ribe, Skagen y Billund.
—Estos pueblos, que han estado bajo su control —dijo Gunnar con una sonrisa ladina—, desde ahora y hasta el fin de los tiempos serán tierras de mi gobierno.
Zelimir sintió cómo la ira comenzaba a bullir dentro de él, pero su entrenamiento y disciplina le impidieron reaccionar de inmediato. Su primer impulso fue desenfundar su espada y acabar con el insolente Guvernør allí mismo. Sin embargo, miró a su padre, quien permanecía en silencio, evaluando la situación.
Tugomir, siempre prudente, sabía que Gunnar no era estúpido. Este hombre había capturado a su hija y a su nieto como medio para negociar, y cualquier acción precipitada pondría en peligro la vida de los suyos. Sin embargo, la propuesta era un insulto, una afrenta directa a la fe y al poder de Tugomir y su pueblo.
—¿Qué clase de rey sería si permitiera que me robaran lo que dios me ha dado? —dijo Tugomir finalmente, su voz cargada de gravedad—. Estos pueblos no te pertenecen, Gunnar, ni te pertenecerán. Pero no he venido aquí a negociar con cobardes.