El salón resonaba con un pesado silencio tras las palabras de Tugomir. Gunnar, sentado en su trono de piedra, apenas podía contener la mueca de burla que se formaba en su rostro. La osadía del Král Tugomir, el atrevimiento de mencionar a su dios como una fuerza que podría desafiarlo, parecía algo tan ridículo a los ojos del Guvernør que no pudo contenerse por más tiempo.
—¿Dios? —preguntó Gunnar, su voz impregnada de desdén—. ¿Qué dios? ¿Dónde está tu dios? ¿Por qué no muestra su rostro? ¿Por qué se esconde bajo tu protección?
La habitación se llenó de tensión mientras Gunnar levantaba sus manos, señalando dos estatuas que adornaban su salón. A su izquierda, una figura femenina con formas gráciles y curvas sensuales, esculpida en piedra blanca: la diosa Liv, de la vida, la fertilidad y el amor. A su derecha, una figura oscura, de rostro feroz y manos retorcidas, la representación de Dod, el dios de las tinieblas, portador de enfermedades y pestes, el que según las leyendas tenía las llaves de la muerte.
—Observa, Král Tugomir —continuó Gunnar—. Ella es Liv, diosa de la vida. Y este de acá es Dod, el dios de las tinieblas. He pasado toda la noche hablando con ellos, preguntando sobre el destino de tu hija Almedina y tu nieto Asger. ¿Y quieres saber cuál fue su respuesta? ¿Quieres escuchar cuál fue la maldita respuesta que me dieron?
Gunnar se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con un odio perverso, esperando ver una sombra de duda o temor en Tugomir. Pero lo único que encontró fue la serenidad inquebrantable de un hombre cuya fe había sido puesta a prueba innumerables veces.
—Solo hay un dios —respondió Tugomir con calma—, el divino, el piadoso, el benevolente, el sustentador. El que da la vida y el que la quita. ¿Quiénes son tus dioses tallados en madera o esculpidos en materiales preciosos frente a mi Dios, como para determinar el destino de mi hija y mi nieto? He visto pueblos y ciudades caer ante su ira, y tú no estás exento de ella.
Los ojos de Gunnar se estrecharon, pero Tugomir continuó, imperturbable.
—Sin embargo, he decidido negociar contigo —agregó—, pero primero necesito ver a mi hija y a mi nieto, para asegurarme de que están vivos.
Gunnar lo miró en silencio por un momento, evaluando la situación, antes de estallar en una carcajada. La risa resonó en el salón como el eco de una burla interminable, haciendo que algunos de los guardias se removieran incómodos en sus posiciones.
—¡Bien, bien, bien, Král Tugomir! —exclamó finalmente Gunnar, poniéndose de pie—. Acompáñame.
Con un gesto, Gunnar les hizo señas a sus hombres para que lo siguieran, y juntos condujeron a Tugomir, Zelimir y Salih por los oscuros pasillos de la fortaleza. El ambiente era opresivo, las paredes húmedas y frías, y el eco de sus pasos resonaba mientras avanzaban. Finalmente, llegaron a los calabozos, donde las celdas de piedra olían a humedad y olvido.
Dentro de una de las celdas, sentados en un rincón, estaban Almedina y su hijo Asger. No estaban atados ni heridos, pero sus rostros reflejaban el miedo y la incertidumbre de no saber qué destino les esperaba. Almedina levantó la cabeza al escuchar los pasos y, al ver a su padre, sus ojos se llenaron de lágrimas. Aunque no habían sido maltratados, la angustia de los días de cautiverio había dejado su huella.
Tugomir, a pesar de la furia contenida en su interior, mantuvo su semblante tranquilo. Sabía que cualquier acción precipitada pondría en peligro la vida de su hija y su nieto. Asintió levemente, señalando a Gunnar que había cumplido su parte.
Al regresar al salón principal, Tugomir se volvió hacia Gunnar.
—He visto que no has maltratado a mi hija ni a mi nieto —dijo con una calma calculada—, por lo tanto, este es el trato que puedo ofrecerte en nombre de mi Dios. No destruiré tu castillo ni cortaré tu cabeza, y la ira de Dios no caerá sobre ti mientras yo viva. A cambio, me entregarás a mi hija y a mi nieto. Si te niegas, las paredes de esta ciudad serán demolidas, y no se construirá ninguna otra ciudad hasta el fin de los tiempos sobre los escombros de este lugar donde crees que puedes escapar de la ira de Dios.
Gunnar escuchó las palabras de Tugomir con una sonrisa burlona. Finalmente, soltó una carcajada que resonó en todo el salón.
—¿Quién crees que eres? —gritó Gunnar, su voz impregnada de desprecio—. ¡Cómo te atreves a hablarme así, aquí, bajo las paredes de mi dominio! Hoy no caerá solo la cabeza de tu hija y tu nieto, sino también la tuya, la de tu hijo y la de tu yerno. Después llevaré mi ejército hasta tus ciudades, mataré a tus mujeres, a tus hijos y a los hijos de tus hijos por el resto de las generaciones.
Pero antes de que Gunnar pudiera terminar su amenaza, Tugomir, con un movimiento rápido y preciso, desenfundó su espada. La hoja brilló en el aire, y en un solo golpe limpio, la cabeza de Gunnar rodó por el suelo, sus ojos aún abiertos en una mueca de incredulidad. El salón se sumió en el caos. Los guardias de Gunnar, atónitos por la velocidad de los acontecimientos, intentaron reaccionar, pero ya era demasiado tarde.
Zelimir y Salih, con sus espadas listas, avanzaron junto a Tugomir. Los tres hombres derribaron a los guerreros que intentaban interponerse en su camino. Los gritos de batalla llenaron el aire mientras cada enemigo caía ante la destreza y la determinación de los eslavos.
El grupo avanzó rápidamente hacia los calabozos, luchando contra cada guardia que se interponía en su camino. Con una fuerza imparable, Zelimir y Salih se aseguraron de que nadie pudiera detenerlos. Al llegar a la celda de Almedina y Asger, Tugomir abrió la puerta y abrazó a su hija, aliviado de verlos sanos.