El sol empezaba a descender en el horizonte, pintando el cielo de tonos cálidos mientras el grupo avanzaba en su camino de regreso a Moravia. El aire estaba cargado de una calma inquietante, una sensación que Zelimir no podía sacudirse. Desde la victoria y el rescate de Almedina y Asger, algo dentro de él no estaba en paz. Mientras avanzaban, Asger, que caminaba junto a su abuelo Tugomir, se volvió hacia él, sus ojos llenos de una mezcla de determinación y respeto.
—Abuelo, ¿puedes permitirle a Zelimir subir a una montaña cercana para dar gracias a dios por la victoria que nos ha concedido ante los opresores? —preguntó Asger.
Tugomir, que había observado a su hijo con atención durante el viaje, asintió lentamente. Sabía que el corazón de Zelimir estaba agitado, pero también entendía que este no era un momento para forzarlo a hablar. Algo dentro de él le decía que dios quería comunicarse directamente con Zelimir, no con él. No porque su corazón no fuera digno, sino porque el mensaje que dios tenía era privado y de vital importancia para su hijo.
—Ve, Zelimir —dijo Tugomir—. El permiso es tuyo.
Zelimir bajó de su montura, agradecido por el espacio que su padre le concedía. Junto a Asger, comenzó a ascender hacia la cima de una montaña cercana. El aire se hacía más frío mientras subían, y el silencio entre ellos era casi sagrado. La montaña, que a partir de ese día sería llamada Pridiga, se alzaba imponente, su pico envuelto en nubes. Zelimir sentía que con cada paso que daba, se acercaba más a un momento de juicio, aunque no entendía del todo por qué.
Al llegar a la cima, Asger se detuvo y se volvió hacia su tío.
—Kral Zelimir, sería bueno que ofrezcamos una ofrenda digna a dios —dijo Asger—. Ve entre los árboles y con tu arco, caza un animal que sirva como sacrificio.
Zelimir, sintiendo la solemnidad del momento, asintió en silencio. Con su arco en mano, se adentró en el bosque cercano, buscando un animal adecuado para el sacrificio. No pasó mucho tiempo antes de que sus ojos captaran la figura de un venado tierno, que pastaba despreocupado entre los árboles. Zelimir tensó el arco, apuntando directamente al corazón del animal, preparado para ofrecerlo a dios.
Pero en el instante en que estuvo a punto de soltar la flecha, algo sucedió. Los ojos del venado, grandes y brillantes, reflejaron una imagen que Zelimir no esperaba: los ojos de Samira. En un segundo, el Raj y el Ad aparecieron ante él, como si el destino de su alma estuviera colgando en ese preciso momento. El corazón de Zelimir comenzó a latir con una violencia insoportable, como si un millar de osos pardos desgarraran su pecho, haciéndole perder la conciencia.
Cuando Zelimir volvió en sí, estaba acostado junto a una fogata encendida. A su lado, Asger vigilaba mientras el venado, ahora cazado, giraba sobre el fuego, su carne asándose lentamente. Asger, al notar que su tío había despertado, se levantó y se acercó.
—Vamos, Kral Zelimir —dijo Asger con una calma que contrastaba con el caos interno de Zelimir—. Es hora de la oración.
Ambos, tío y sobrino, recitaron la plegaria en perfecta sincronía.
—Dichosos nosotros, a los que tomaste de la nada y nos pusiste como gobernantes sobre las naciones. Grande es tu misericordia para con nosotros, pues siendo hojarascas nos convertiste en reyes. Limpiaste nuestras manchas para que las personas conozcan tu luz a través de nosotros.
Tras la oración, ambos comieron de la carne del venado, pero el silencio de Zelimir no pasó desapercibido para Asger. La inquietud en su tío era palpable, y mientras descendían de la montaña de regreso al campamento donde Tugomir, Salih y Almedina los esperaban, Asger decidió hablar.
—Kral Zelimir, hijo del Kral Tugomir —dijo Asger, su voz serena pero llena de intención—. ¿Por qué se acongoja tu alma? ¿Por qué sientes miedo de confesar tu pecado a tu padre y pedir perdón al pueblo? ¿Acaso si dios estuviera furioso contigo no te habría permitido morir en manos de tus enemigos?
Zelimir, sorprendido por las palabras de su sobrino, lo miró fijamente.
—¿Qué dices? —respondió con una mezcla de rabia y confusión—. ¿Qué pecado he cometido yo? ¿Cómo te atreves a hablarme así?
Asger, en lugar de retroceder ante la furia de su tío, se arrodilló ante él y musitó una oración en voz baja.
—Dios, doy testimonio de que intenté advertir a mi Kral Zelimir, hijo del Kral Tugomir —dijo con voz firme—, pero he aquí su respuesta ante tu demanda. No sean mis labios ni los del pueblo quienes lo juzguen, y que tampoco sea la espada de su propio padre la que corte su cabeza.
Zelimir, lleno de rabia, llevó su mano a la daga que llevaba oculta en la parte trasera de su vestimenta. Su impulso era claro: acabar con la vida de su sobrino por la insolencia. Pero cuando estuvo a punto de sacar la daga, una fuerza invisible lo detuvo. Era incapaz de moverse, incapaz de atentar contra la vida de Asger. Algo dentro de él sabía que, por más que quisiera, no podría deshacerse de la verdad que Asger acababa de pronunciar.
Asger se levantó con calma y continuó caminando. Cuando ya estaban cerca del campamento, donde los demás los esperaban, Asger habló de nuevo.
—Escucha, Kral Zelimir —dijo con tono profético—, de hoy en adelante nada será igual. Tu pecado es demasiado grande para ser perdonado. Como consecuencia de tu falta ante nuestro dios y nuestro pueblo, por desear a la mujer de tu padre, dios ha determinado que será tu esposa, Bratislava, quien lidere el juicio en tu contra. Y después de ti, tu hijo arrancará tu cabeza y gobernará sobre las tierras que tú y tu padre han conquistado.