Año quinientos cuatro, Moravia. Samira estaba de pie frente a la entrada de la cabaña, su figura delineada por la luz del amanecer. Los días de espera habían sido largos, pero ahora, finalmente, Tugomir y su familia regresaban. Durante el último año, Samira había visitado el templo con devoción, pidiendo por el bienestar de todos. Aunque desde el momento en que sus ojos se habían cruzado con los de Zelimir, el deseo de entregarse a él como mujer había tomado posesión de su corazón, ella se había arrepentido y confesado su pecado ante dios.
Al ver las figuras de Tugomir, Zelimir, Salih, Almedina y Asger acercándose, Samira respiró profundamente, sabiendo que este día marcaría un cambio en sus vidas. Los saludó con una leve sonrisa, su corazón apretado por la mezcla de emociones.
—Bienvenidos de vuelta, mi Král, mis hermanos, mi familia —dijo Samira, su voz calmada, pero con un leve temblor de emoción—. Hoy tengo una sorpresa para todos.
Los ojos de los recién llegados se llenaron de curiosidad cuando, de la cabaña, salieron Bratislava, Iskren, Vesela y el joven Dornjan, quienes corrieron a abrazar a sus familiares. El reencuentro fue lleno de alegría, risas y abrazos, pero una tensión subyacente permanecía en el aire, especialmente entre Zelimir y Samira.
Asger, siempre el más piadoso de los jóvenes, se arrodilló en medio de la reunión y clamó:
—¡Oh, cuánta alegría hay en nuestros corazones, Dios, por tu divina voluntad de reunirnos como la gran familia que somos! Solo te pido que cada uno de nosotros encuentre el camino correcto y justo hacia ti, oh Dios de nuestras vidas, de nuestro reino y de nuestro pueblo.
Tugomir, conmovido por la sinceridad de su nieto, colocó una mano sobre su cabeza y respondió:
—Desde ahora y hasta el fin de los tiempos, la descendencia de Asger será la que dios use para dirigirse a su pueblo ante cualquier adversidad o problema. Él ha hablado a través de ti hoy, y lo seguirá haciendo.
Samira, con su serenidad habitual, invitó a todos a entrar a la cabaña para compartir el banquete que los habitantes del pueblo habían preparado para recibir a su Král. Sin embargo, antes de entrar, ella le pidió a Tugomir que hablara con ella en privado.
—Tugomir —dijo Samira, bajando la mirada—. Necesito hablar contigo antes de unirme al banquete. Hay algo que debo decirte.
Pero Tugomir, ya con un entendimiento más profundo de la situación, sonrió suavemente.
—Samira, no está en mis manos imponer castigo alguno. Dios me mostró muchas cosas antes de partir hacia Aarhus. Sin embargo, para tu tranquilidad, ya te he perdonado. Lo que importa es que tu corazón esté en paz con dios.
Ambos entraron a la cabaña, donde la familia se reunió para celebrar, pero el peso de lo no dicho aún colgaba en el aire. Cuando la comida y las risas terminaron, Tugomir se levantó de su asiento, y con una solemnidad que se extendió por toda la sala, anunció lo que cambiaría el curso del reino.
—Desde este momento —dijo con voz firme—, cedo todo a mi hijo Zelimir. Él será quien gobierne como lo he hecho yo sobre nuestro pueblo.
Zelimir, sorprendido, se quedó sin habla, incapaz de responder ante el anuncio. Nunca había esperado que el manto del liderazgo cayera sobre él en ese preciso momento, y mucho menos con el peso de la culpa que cargaba en su corazón.
Tugomir lo miró a los ojos y, con un tono serio, dijo:
—Si tienes algo de lo que arrepentirte, habla ahora, hijo mío, o será dios quien te juzgue en el futuro. Pero recuerda, el juicio de dios no caerá solo sobre ti; consumirá a toda la nación.
Zelimir sintió que el mundo se cerraba sobre él. La presión de su pecado, el peso de su deseo prohibido, se hacía insoportable. Se levantó, sus piernas temblando, y con una voz rota, confesó lo que había guardado en secreto durante tanto tiempo.
—Padre —comenzó, con los ojos llenos de vergüenza—, estoy enamorado de Samira, la mujer que dios te dio como esposa. He pecado contra dios, contra mi pueblo, contra mi esposa, contra mi familia, y contra ti.
Un silencio mortal cayó sobre la cabaña. Todos los presentes lo miraban en asombro, pero fue Tugomir quien, tras unos largos segundos, se arrodilló en el suelo. Rasgó su túnica y tomó un puñado de tierra, esparciéndola sobre su cabeza.
—Benevolente dios —clamó Tugomir, mirando al cielo—, tú que me lo diste todo sin que yo fuera digno. Tú que no me concediste una sola mujer, sino que, tras la muerte de Miloslava, me permitiste conocer y casarme con Samira, una mujer que te ha sido fiel aún en los momentos de flaqueza. No tomes en cuenta el pecado de mi hijo, y si el pueblo ha de sufrir por su error, que tu ira caiga sobre mí, no sobre ellos.
Samira, con lágrimas en los ojos, se arrodilló junto a Tugomir y susurró:
—Mi Král, mi Muzh... ¿Qué has hecho?
Tugomir, con una mirada tranquila, la miró a los ojos.
—Mujer, ¿por qué se angustia tu alma? —le preguntó—. ¿Acaso no has encontrado la respuesta a la pregunta que no pudiste responder cuando nos conocimos?
Samira, llorando aún más fuerte, respondió:
—Siempre la tuve en mi corazón, mi Muzh. No respondí entonces porque la respuesta era demasiado dura. No sé qué haría si me faltaras. La vida sería insoportablemente dura para mí.
Los demás observaron en silencio la profunda conexión entre ellos. Todos sabían que este era un momento de juicio, no solo para Zelimir, sino para la nación entera.
—Dura es la carga de una Cynpyra —dijo Tugomir, levantándose mientras hablaba con todos—. Ella debe velar por el bienestar de todo el pueblo. Cuiden de ustedes mismos, porque el día que me vaya al Raj para estar con mi amada Miloslava, no volveremos a vernos hasta que dios nos reúna a todos de nuevo.
—Ahora, vayamos afuera y celebremos el Praznik, el día de júbilo, de perdón, cuando dios no toma en cuenta nuestros pecados, por grandes que sean.
El grupo salió de la cabaña, y al exterior, la celebración ya había comenzado. Las gentes del pueblo compartían la abundancia que dios les había proveído. Bailaban, cantaban y festejaban, conscientes de que la redención siempre estaba al alcance de aquellos que la pedían con un corazón sincero.