Año quinientos doce, Caen. El cielo gris y plomizo arrojaba una luz tenue sobre el castillo de Brand. Dentro de su salón, iluminado sólo por las antorchas que lanzaban sombras que bailaban sobre las paredes de piedra, Brand estaba inclinado sobre un mapa que Gudrun le había enviado en secreto desde Moravia. Los últimos dos años habían sido un desastre para él, y la frustración quemaba en su interior como una llama incontrolable.
El mapa, aunque claro y preciso, presentaba un camino plagado de obstáculos. Para llegar a Moravia, Brand sabía que tendría que entrar por el noreste de Bakalski, una región al sur de Caen, un trayecto que lo enfrentaría con los hijos de Iskren. La mención de ese nombre hacía que la rabia de Brand aumentara.
Iskren no solo era legendario por las hazañas que compartía con Tugomir; también contaba con la protección de su dios, ese dios invisible al que tanto despreciaba. A lo largo de los años, Iskren había demostrado ser un guerrero imbatible, y dios le había brindado aún más bendiciones: seis hijos que, además de Salih, el primogénito que gobernaba desde Helsingør, se habían convertido en señores de ciudades tan poderosas como Idrija, Kamnik, Aarhus, Odense, Copenhague y Aalborg.
Brand había enfrentado a estos hijos en batalla, y Gudrun no había mentido cuando le advirtió que los eslavos traerían dolor a su vida. Durante los dos años que había intentado romper la barrera humana que protegía Moravia, había perdido a muchos de sus mejores hombres. Los hijos de Iskren eran guerreros formidables, cada uno tan hábil y feroz en batalla como su padre.
Sin embargo, Brand también había derramado mucha sangre eslava. Sabía por boca de Gudrun que el pecado de Zelimir, el hijo de Tugomir, había debilitado a la nación en algún nivel espiritual. El deseo de Zelimir por la mujer de su propio padre había enfurecido al dios de los eslavos. Pero, a pesar de esto, ese mismo dios había protegido a los eslavos por el arrepentimiento sincero de Zelimir. No obstante, Gudrun lo había convencido de que las consecuencias de ese pecado seguirían persiguiendo a la nación.
El pensamiento de su derrota constante lo llenaba de furia, y golpeó la mesa con un puño cerrado, arrugando el mapa de Gudrun y lanzándolo a un costado.
—¡Malditos eslavos! —gritó, sus ojos llenos de rabia y frustración.
No había duda en su mente: debía encontrar una manera de vencer a Iskren y a sus hijos. Pero el verdadero objetivo, el verdadero premio, era Tugomir. Brand soñaba con el momento en que arrancaría la cabeza del viejo Král y la levantaría ante sus hombres como prueba de su supremacía.
Decidido a obtener una respuesta más allá de los mapas y la lógica militar, Brand salió del salón y se dirigió hacia la placeta del castillo, donde los tambores de guerra resonaban como un eco constante en su cabeza. Allí, en la oscuridad de la noche, llamó a uno de sus hechiceros.
—Invoca a los espíritus —ordenó Brand con la voz cargada de urgencia—. Quiero saber si esta vez los dioses me darán la victoria.
El hechicero, un hombre de aspecto demacrado y ojos vacíos, se inclinó ante Brand y se puso a trabajar de inmediato. Preparó una gran fogata en el centro de la placeta y comenzó a recitar antiguos cánticos. Con movimientos precisos, sacrificó varios animales, derramando su sangre en un cuenco de piedra. Primero, bebió de la sangre y luego le ofreció el cuenco a Brand, quien, sin vacilar, bebió también.
El hechicero, con los ojos cerrados, observó el cuenco con profunda concentración, buscando en la sangre las señales del futuro. Tras unos minutos de danza y susurros ininteligibles, el hechicero se volvió hacia Brand, afirmando con la cabeza.
—Tendrás la victoria —dijo el hechicero, su voz rasgada y antigua—. Verás caer a los eslavos ante ti, y tendrás el placer de matar a Iskren con tus propias manos.
Brand sonrió, sintiendo por primera vez en meses una verdadera esperanza de éxito. Pero el hechicero no había terminado.
—Sin embargo —continuó—, cuando llegues a Moravia, no enfrentes cara a cara a Tugomir. Aunque es viejo, ese hombre solo puede morir por la voluntad de un dios al cual no podemos ver.
La advertencia cayó como un cubo de agua fría sobre Brand, pero su orgullo era demasiado grande como para ceder.
—¿No enfrentaré a Tugomir? —replicó, con una sonrisa de incredulidad y desprecio—. ¡Yo deseo arrancar la cabeza de ese viejo con mis propias manos!
El hechicero, viéndolo encolerizado, insistió.
—Si lo enfrentas cara a cara, sellarás tu cruel destino. No puedes vencerlo de esa manera. Si quieres ver su muerte, deberás atacar por la espalda, pero su dios te hará maldito por la eternidad. Tu alma no irá al Glæde (Paraíso celestial, donde viven las leyendas junto a los dioses). Será enviada a un lugar pero que el Helvedes (Llamas que arden sin descanso).
Las palabras del hechicero enfurecieron aún más a Brand, pero sabía que la sabiduría de estos hombres no debía ser subestimada. Aunque la idea de atacar a Tugomir por la espalda hería su orgullo, decidió perder el derecho al Raj (nombre esloveno que se le da al lugar de gozo, similar al Glæde)
—Que así sea —gruñó—. Atacaré a Tugomir por la espalda.
Con la decisión tomada, Brand volvió a entrar en su castillo y reunió a sus generales. La orden fue clara: el ejército debía avanzar hacia Bakalski. El objetivo era simple: atravesar las defensas de los hijos de Iskren, y una vez hecho eso, destruir Moravia desde dentro.