Crónicas de una nación: Kral Tugomir

Capítulo 20: Tugomir

Montaña de Trata, Moravia, quinientos catorce.

El aire en la cima de la montaña estaba cargado de tensión, el viento agitaba los árboles y el murmullo de los guerreros eslavos se mezclaba con el susurro de las hojas. Zelimir, con las dos espadas empuñadas firmemente, permanecía erguido al frente de su ejército, su respiración calmada a pesar del torbellino que se avecinaba. Su mente, aguda y concentrada, repasaba cada uno de los detalles del plan de batalla que habían trazado en los días previos. Cada hombre estaba preparado, cada arco tensado, cada trampa dispuesta bajo la superficie del bosque.

El silencio, pesado y abrumador, fue roto por el sonido de las primeras ramas quebrándose en el bosque. El ejército de Brand se aproximaba, sus cascos resonando como el trueno en la distancia. Los ojos de Zelimir recorrieron el horizonte, buscando cualquier signo del líder enemigo, pero no había rastro de él.

—¡Arqueros! —gritó Zelimir, su voz resonando con autoridad—. ¡Apunten!

Las filas de arqueros tensaron sus cuerdas, sus flechas ya cargadas y listas. El tiempo parecía detenerse por un instante mientras los soldados aguardaban la orden final.

—¡Disparen! —gritó finalmente Zelimir.

Las flechas surcaron el cielo en una ola oscura y letal. El sonido de los proyectiles cortando el viento resonó como un zumbido colectivo. Cuando las flechas alcanzaron a los normandos, los gritos de dolor comenzaron a llenar el aire. Los proyectiles se clavaban en cabezas, cuellos y corazones, derribando a los guerreros antes de que siquiera pudieran empuñar sus armas.

Los caballos normandos, ajenos a las trampas ocultas bajo el suelo, comenzaron a caer uno tras otro, empalados por las estacas afiladas que los aguardaban en el fondo de los hoyos. Algunos normandos, aunque heridos, lograron esquivar las trampas, pero fueron derribados por los troncos suspendidos que los eslavos habían preparado con antelación. El caos se desató en el bosque mientras los gritos de hombres y caballos resonaban en todas direcciones.

Zelimir observaba con atención desde su posición elevada, su corazón latiendo con fuerza pero su mente aún fría y calculadora. Sabía que esta primera embestida era solo el comienzo.

—¡Ahora! —ordenó, y los guerreros eslavos salieron de sus escondites entre los árboles.

Cargando con espadas en mano, los eslavos atacaron con una furia inigualable. Cortaban brazos, piernas y cabezas, reduciendo al ejército de Brand a escombros humanos. Sin embargo, los normandos no eran adversarios fáciles. Los sobrevivientes, armados con sus enormes hachas, se lanzaron al combate con igual brutalidad. Las espadas chocaban contra el acero de las hachas, el sonido del metal resonando como tambores de guerra. Sangre eslava y normanda manchaba la tierra mientras los cuerpos caían sin tregua.

Salih, el yerno de Tugomir, luchaba con una furia que parecía incontenible. Su espada se movía como un rayo, y su escudo resistía los golpes de hasta treinta hombres normandos. A su lado, Zelimir blandía sus dos espadas con igual destreza, cortando y bloqueando cada ataque que se lanzaba contra él.

—¡Zelimir! —gritó Salih, jadeando entre un ataque y otro—. ¡No veo a Brand por ningún lado!

Zelimir, empapado en sudor y sangre, apenas logró apartar a un normando antes de responder, sus ojos recorriendo el campo de batalla.

—¡Tengo un mal presentimiento acerca de esto! —respondió, el ceño fruncido.

La batalla continuaba, horas interminables de brutalidad donde ambos ejércitos sufrían grandes bajas. La sangre cubría la montaña de Trata como si la tierra misma llorara por los caídos. Los guerreros eslavos, aunque valientes, se veían superados por la feroz resistencia de los normandos, que luchaban como si no conocieran el cansancio. Zelimir y Salih se movían con el agotamiento comenzando a apoderarse de sus cuerpos, pero aún así seguían adelante, impulsados por la devoción a su dios y la defensa de Moravia.

Y entonces, el inconfundible sonido de nuevos pasos resonó en la distancia. Un nuevo grupo del ejército de Brand emergió de entre los árboles, sus números mucho mayores de lo que Zelimir había previsto. A la cabeza, un gigante con una armadura oscura como la noche gritaba con una furia que helaba la sangre.

—¡Ataquen! —gritó Brand, su voz un rugido que resonó por todo el campo de batalla—. ¡Maten a todos los eslavos!

—¡En el nombre de dios! —gritó Zelimir, alzando sus espadas—. ¡Resistan!

La batalla se intensificó aún más, los hombres cayendo en una danza caótica de acero y muerte. Los eslavos luchaban con todo lo que tenían, pero el cansancio empezaba a hacer mella. Zelimir seguía adelante, su cuerpo moviéndose casi por instinto, aunque cada músculo le ardía de agotamiento. Entonces, en medio del caos, escuchó el grito que no quería oír.

—¡Salih! —gritó Zelimir, girando la cabeza justo a tiempo para ver el momento en que Brand, con su enorme hacha, atravesaba el pecho de su cuñado.

Salih cayó de rodillas, su espada clavada en el suelo, sus ojos mirando hacia el cielo. Un murmullo escapó de sus labios.

—Solo existe un dios —dijo, antes de que Brand girara su hacha y, con un movimiento limpio, le cortara la cabeza.

—¡No! —gritó Zelimir, su voz quebrándose.




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