Crónicas de una nación: Kral Zelimir

Capítulo Uno: El emperador Nikolai

El Kral Zelimir permanecía inmóvil en su trono, una estructura que alguna vez fue símbolo de poder absoluto, pero que ahora se levantaba como un triste recordatorio de la gloria pasada. Su padre, Tugomir, había forjado un imperio que se extendía desde las altas montañas hasta las costas, pero todo lo que quedaba eran unos pocos asentamientos nómadas. Con los ojos zafiros llenos de una calma impasible, Zelimir observaba a Niklas, el comerciante de la región, mientras acariciaba con los dedos las tallas del brazo del trono.

—Así que dime, Niklas —comenzó el Kral, su voz resonando en el salón vacío—. ¿Crees que he sido injusto al decidir que debes compensar a este comerciante con treinta Tôrguns? —Las monedas de plata con el rostro del emperador normando Nikolai brillaban débilmente en la luz que se filtraba por los ventanales, proyectando sombras sobre el rostro de Niklas.

Niklas inclinó la cabeza, con las manos entrelazadas frente a él.

—Gran Kral Zelimir, no he dicho que usted sea injusto, mi señor, pero este hombre no ha cumplido con lo que se acordó. —Hizo una pausa, buscando la mirada de Zelimir—. Me ha fallado.

Zelimir desvió la mirada hacia Ostojla, un comerciante robusto que estaba de pie a la derecha de Niklas.

—Ostojla, dime, ¿qué fue exactamente lo que te pidió Niklas? —preguntó con frialdad.

El hombre levantó la cabeza con reverencia antes de hablar.

—Mi gran Kral Zelimir, Niklas me pidió que viajara a Klagenfurt. Usted bien sabe que el camino hasta allí es largo y peligroso. Los normandos han estado saqueando las caravanas, y muchos han perdido la vida en esas rutas. A pesar de todo eso, fui, compré las seis alfombras que me pidió y las traje hasta aquí. Sin embargo, cuando llegó la hora del pago, Niklas solo me dio diez Tôrguns, muy por debajo de lo acordado.

Niklas, incapaz de contenerse, levantó la voz en un último intento por defenderse.

—¡Kral! Este hombre miente. Yo...

Antes de que pudiera continuar, Zelimir levantó la mano. El salón se llenó de un silencio frío y tenso.

—Silencio, Niklas, o haré que vengan los verdugos —dijo el Kral, cada palabra cargada de una autoridad innegable. Niklas bajó la cabeza inmediatamente, tragando en seco—. Te doy una semana para compensar a este hombre con lo que he decidido, o tu destino será la horca. —Se reclinó ligeramente en su trono, observando la reacción de Niklas antes de continuar—. ¿Acaso no has oído las palabras de Asger, el hombre usado por Dios para traer sabiduría a los hombres? "Valora el esfuerzo de quien te sirve con esmero y no seas un hombre injusto".

Niklas asintió en silencio, sus ojos vidriosos por el miedo.

—Ahora, ¡fuera del salón! —exclamó Zelimir, su voz elevándose con un eco autoritario—. O los haré colgar a ambos.

Cuando los hombres salieron apresuradamente del salón, las puertas se cerraron con un pesado estruendo. Zelimir permaneció en su lugar, su mirada fija en algún punto indeterminado del suelo de mármol. La tensión del juicio había agotado el poco entusiasmo que le quedaba por los asuntos triviales de su reino.

Los pasos ligeros de alguien que entraba al salón distrajeron sus pensamientos. Era Samira, la segunda esposa de su difunto padre. Aunque los años habían pasado, Samira caminaba con la gracia de una gacela, cada movimiento calculado con una serenidad majestuosa. Se detuvo frente a él y bajó la cabeza con respeto.

—Hermosas palabras, mi Kral Zelimir —dijo, su tono tan suave como la seda.

Zelimir la miró por un momento, sus sentimientos mezclados en la mirada que le dedicaba. Samira, la mujer que había sido la causa de una tormenta interna en su juventud, cuando la amó secretamente, antes de arrepentirse y rogarle a Dios por misericordia. Ahora, la miraba como la esposa de su padre, pero también como el enigma que una vez fue.

—Mačeha, me honra tu presencia —dijo finalmente, usando el término que indicaba el respeto que sentía por ella—. ¿Qué te trae aquí?

Samira se inclinó ligeramente, ajustando el ruedo de su vestido.

—Como bien sabes, mi Kral Zelimir, se acerca el día del Objokovati, el día en que rendimos duelo a tu padre Tugomir —dijo con solemnidad—. Quería pedirte que me acompañes a su tumba. Además, es necesario rendir tributo a todos los que murieron siguiendo esta causa divina.

Zelimir asintió, reconociendo la importancia de lo que pedía.

—Por supuesto, querida Mačeha. Puedes contar con mi compañía —respondió mientras se levantaba del trono—. Haré que las mujeres del reino preparen el pan, cocinen cabras, gallinas y reses. Haremos un gran banquete. —Se detuvo por un momento, pensativo—. Enviaré una nota a mi hermano Drahos, a mi hijo Dorjan y a mi esposa Bratislava para que asistan.

Samira sonrió suavemente.

—Me alegra saber que deseas ver a tu esposa, mi Kral. La familia ha estado separada durante demasiado tiempo desde que Tugomir falleció.

Justo en ese momento, las puertas del salón se abrieron de golpe, y un heraldo irrumpió, su voz resonando en el vasto salón:

—¡Atención! ¡El gran emperador de toda Moravia y el mundo! ¡El majestuoso, el único: Nikolai!

Zelimir apretó la mandíbula al escuchar el nombre. Nikolai, el emperador normando, entró con una arrogancia innegable, avanzando con pasos largos y pesados hasta llegar al trono. Sin mirar a Samira ni a Zelimir, se dejó caer en el asiento que, hasta hacía poco, había ocupado Zelimir.

—Veo que tienes compañía, Zelimir —dijo el emperador con un tono despectivo—. ¿Acaso no es la segunda esposa de tu difunto padre, a quien vencí en batalla?

Los ojos de Nikolai se posaron brevemente en Samira antes de regresar a Zelimir.

—Ahora, dime, ¿por qué no han llegado a mi palacio los impuestos que me debes? —preguntó, inclinándose hacia adelante con una sonrisa ladina—. ¿O acaso tengo que destruirte como he destruido a los demás?

El silencio en el salón era tan pesado que Zelimir sintió que el aire mismo se detenía en sus pulmones.



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En el texto hay: traicion, dioses, dios

Editado: 29.10.2024

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