Crónicas del abismo: La hechicera prohibida

Capítulo 1

La noche estaba muerta.

No había luna, no había estrellas, no había siquiera viento. El bosque entero parecía contener la respiración, como si temiera que un solo susurro pudiera provocar una tragedia.

La figura encapuchada avanzaba entre los árboles, sosteniendo a la bebé contra su pecho con una urgencia desgarradora. Su capa estaba rasgada, cubierta de polvo y manchas oscuras. En sus manos temblorosas, la manta que envolvía a la niña brillaba con una tenue luz plateada, como si aquella tela no fuera de este mundo.

—Aguantá un poco más… —murmuró la figura—. Falta tan poco, pequeña luna.

La bebé no lloraba.
No había llorado desde que nació esa misma noche, bajo un cielo que se volvió negro como tinta en el momento exacto de su primer aliento.

Y ese silencio era lo que más miedo le daba a la figura que la llevaba.

El bosque crujió detrás de ella.
Algo se movía entre los árboles, algo grande, algo que no debía haber despertado.

La figura apresuró el paso, casi corriendo.
El hogar de niños del pueblo apareció finalmente entre las sombras: un edificio viejo, grisáceo, con luces tenues que parpadeaban como si también estuvieran asustadas.

—Ya casi —susurró la figura—. Solo tenés que sobrevivir hasta que llegue tu momento.

Se arrodilló frente al portón y colocó el canasto en el suelo.
La manta cayó lo suficiente para revelar los ojos de la bebé.

Uno gris.
Uno celeste casi blanco.

Y en la piel diminuta, entre las clavículas, un resplandor tenue, una marca del tamaño de una uña: una luna sombreada que no debería existir en ese mundo.

La figura sintió un nudo en la garganta.
—Perdoname. Sé que algún día me odiarás por dejarte aquí. Pero si me quedo con vos, te matan. Si te llevo conmigo… también te matan.

El bosque volvió a temblar.
Una sombra gigantesca emergió entre los árboles, extendiéndose como un animal hecho de humo sólido. Ojos rojos brillaron en la oscuridad.

La figura retrocedió, temblando.
No podía enfrentarlo.
No con la bebé.
No ahora.

—Encontrala si querés —susurró con rabia contenida—. Pero no hoy.

El viento rugió.
Una energía oscura envolvió a la figura, que desapareció justo antes de que la sombra colosal llegara al borde del bosque.

La puerta del hogar de niños se abrió.

—¿Qué…? ¡Oh por Dios! —exclamó la cuidadora nocturna, al ver el cesto.

Tomó a la bebé entre brazos.
La marca lunar se desvaneció bajo la piel, escondiéndose.

—Pobrecita… ¿Quién dejaría a un bebé aquí con este frío?

La mujer vio el papel dentro del cesto:

ALINA.

Sin apellido.
Sin historia.

Detrás, en la distancia, algo susurró desde el bosque:

«Recuerda… Pequeña Luna.»

Pero la cuidadora no escuchó nada.

La bebé sí.

---

Los primeros años de Alina transcurrieron dentro de paredes viejas, techos húmedos y pasillos demasiado largos para un lugar donde vivían niños.

Desde que aprendió a enfocar la vista, ya miraba cosas que nadie más veía.

Una noche, con dos años, la cuidadora la encontró sentada en la cuna, con los ojos abiertos como si estuviera escuchando.

—¿Alina? ¿Qué pasa, mi amor?
La niña señaló la esquina oscura del dormitorio.
No dijo nada.

La cuidadora no vio nada.
Pero Alina sí.

Dos formas negras, delgadas, como sombras de personas estiradas y sin rostro, la observaban desde el rincón. No se movían. No hablaban. Solo la miraban.

Alina no sintió miedo.
Sintió familiaridad.

A los cuatro años, las sombras comenzaron a acercarse.
No siempre, no todos los días… pero lo suficiente como para que Alina empezara a entender que algo en ella las llamaba.

Una tarde, mientras jugaba en el patio, vio una sombra alargarse desde un árbol y deslizarse hasta sus pies. Por instinto, dio un paso atrás.

La sombra se detuvo.
Luego, lentamente, tomó la forma de una mano extendida hacia ella.

Alina levantó la suya.

Cuando se tocaron, sintió un calor profundo, una energía que le vibró en el pecho, justo donde dormía la marca que nadie veía.

La sombra retrocedió de inmediato, como si se hubiera asustado.

Y Alina escuchó su primer susurro claro:

«Pequeña… Luna…»

La niña se quedó paralizada.
—¿Quién sos? —preguntó al aire.
Nadie respondió.

Pero algo en el mundo pareció sonreír.

---

A los seis, las cosas empeoraron.

Las sombras ya no sólo la seguían… también la protegían.

Cuando un niño más grande la empujó en el pasillo, todas las luces se apagaron durante un segundo. Y cuando volvieron, el niño estaba en el suelo, aterrado, jurando que algo lo había tirado.

Otro día, mientras dormía, una sombra se acercó y la tocó.
La marca en su pecho ardió como fuego-agua, una sensación imposible de comprender.

Despertó gritando.

Las cuidadoras pensaron en terrores nocturnos.
Alina sabía que no era eso.

Las sombras la estaban despertando.
Guiando.
Llamando.

Era demasiado para una niña.

A los ocho años, tomó la decisión más triste de su vida:
Aprendió a callarse.

No contó más lo que veía.
No preguntó más qué era aquello que la seguía.
No volvió a mencionar los susurros.

Intentó ser normal.

Pero las sombras nunca la dejaron del todo.

En las noches más silenciosas, cuando el hogar entero dormía, una presencia aparecía en la esquina de su habitación.

La misma que la había observado desde la cuna.
La misma voz que susurraba en un idioma roto.

«Pequeña Luna…
esperá…»

Alina se tapaba los oídos.
No quería escuchar más.

La palabra “Luna” la llenaba de un dolor extraño, como si fuera una herida vieja que nunca cicatrizó.

---

El despertador sonó tres veces antes de que Alina finalmente abriera los ojos.

Tenía el cabello negro revuelto y los dos mechones blancos brillaban como hilos de nieve en la oscuridad. Los ojos—uno gris, uno celeste casi blanco—reflejaban un cansancio profundo para alguien de su edad.



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En el texto hay: vampiros, lobos, hechiceros

Editado: 06.12.2025

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