El murmullo habitual del aula parecía más fuerte esa mañana.
Quizás porque para Alina cada sonido era un golpe dentro de su cabeza.
El pizarrón tenía ecuaciones a medio borrar.
Las ventanas filtraban luz gris.
Una corriente fría atravesaba el salón, aunque no había ninguna ventana abierta.
Alina se sentó en su lugar habitual, en la tercera fila, junto a la pared.
Lo hacía por costumbre: ahí se sentía segura, con una salida cercana y sin demasiada atención encima.
Pero hoy nada se sentía seguro.
Su pecho todavía ardía.
Cada tanto, un latido la estremecía… como si algo debajo de su piel tratara de romper la superficie.
—Ey —la tocó con el codo Sofía, su compañera—. ¿Dormiste algo? Tenés cara de muerte.
—Más o menos… —respondió Alina, intentando sonreír.
No quería explicar por qué sus ojos todavía temblaban, por qué sentía que el mundo se movía como si estuviera bajo agua, ni por qué cada sombra del salón parecía… viva.
Porque eso sería admitir que algo estaba mal.
Y si algo estaba mal, sus esfuerzos por ser “normal” habrían sido inútiles.
—Hoy me van a tomar el parcial —continuó Sofía sin notar su tensión—. Si me saco un tres, prometo no llorar… adelante de todos.
Alina intentó reír, pero su garganta estaba apretada.
No podía sacarse la visión de la cabeza:
La luna negra.
La mujer encapuchada.
El ritual.
El nombre.
Nyxara Vaeltharis.
Ese nombre la perseguía desde que abrió los ojos esa mañana, repitiéndose como un eco imposible de ignorar.
El profesor entró y empezó a ordenar papeles.
—Saquen sus cuadernos. Vamos a continuar con…
La voz se le desdibujó.
Las palabras se estiraban, se volvían ecos.
La luz sobre las cabezas de los estudiantes parpadeó tres veces.
Alina pestañeó.
Una sombra, larga y delgada, cruzó el salón como un relámpago negro.
Nadie más reaccionó.
Alina se tensó.
—No… no ahora…
Golpeó su pecho discretamente.
El latido respondió con un pulso doble, como una advertencia.
Sofía la miró de reojo.
—¿Estás bien?
Alina asintió rápido.
Mentira.
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El profesor hablaba, escribía, explicaba…
pero para Alina todo estaba cubierto por una capa invisible, un velo que distorsionaba la realidad.
Las paredes se alargaban.
Los rincones oscuros se espesaban.
Las sombras parecían respirar.
Se llevó la mano al pecho.
La marca ardía otra vez, como un hierro caliente enterrado bajo la piel.
Por un segundo temió que realmente apareciera sobre su piel como en la visión.
—Concentrate… —susurró entre dientes.
Abrió el cuaderno.
Intentó copiar lo que había en el pizarrón.
Pero en lugar de números o letras, la tinta comenzó a formar símbolos desconocidos.
Círculos entrelazados.
Runas con forma de garras.
Un alfabeto que jamás había visto… y que sin embargo comprendía de manera instintiva.
«N O C T H A R A»
Alina retrocedió la mano como si la hoja quemara.
El papel volvió a la normalidad.
No. No estaba volviendo a la normalidad.
Estaba volviendo a lo único que ella conocía como normalidad… pero lo real estaba asomándose.
Una sombra se deslizó bajo su pupitre.
Alina apretó los dientes.
No iba a mirar.
No.
No.
La sombra tiró suavemente de su zapatilla.
Alina tragó un grito.
El profesor la llamó:
—Alina, ¿podés leer el punto dos?
Ella levantó la vista.
Las letras en el pizarrón cambiaban.
Ya no eran ecuaciones.
Eran símbolos.
Los mismos que había visto en la visión.
Los mismos del ritual.
Y en el centro, una luna negra dibujada en tiza.
—Profe… —dijo débilmente—. Eso… no es…
Parpadeó.
Las ecuaciones volvieron.
Sofía se le acercó más.
—Estás pálida como un papel. ¿Querés que vayamos a enfermería?
Alina negó.
Pero sentía la cabeza girar.
Otra sombra se arrastró por el techo, retorciéndose.
Sus ojos se volvieron del color del humo.
Y entonces escuchó la voz.
La voz.
La misma de toda su vida.
«Nyxara… escuchame.»
Alina apretó las manos sobre el pupitre, las uñas clavándose en la madera.
—No —susurró en voz baja—. Soy Alina. Alina. Alina…
«Nyxara Vaeltharis…
Tu linaje no está muerto.
Vos no estás perdida.»
Su respiración se volvió irregular.
El aula se llenó de un zumbido profundo.
Las luces temblaron.
El profesor se detuvo.
—¿Alina? ¿Todo bien?
Sofía se levantó de golpe.
—Profe, creo que se va a des—
La marca despertó.
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No fue un ataque.
Fue un impulso.
Una onda.
Un latido que se expandió desde su pecho como un anillo invisible.
Las luces explotaron con un estallido seco.
Los pupitres vibraron.
Las ventanas temblaron al borde de romperse.
Todos los estudiantes gritaron y se agacharon.
Alina cayó de rodillas.
Su visión se llenó de negro… pero en ese negro había figuras.
Miles de sombras elevándose.
Susurros en idiomas antiguos.
Formas que parecían arrodillarse ante ella.
Una palabra resonó más fuerte que el resto:
«VUELVE.»
Alina gritó.
Y el mundo regresó.
Las sombras se dispersaron.
El aula quedó en silencio absoluto.
Alina estaba temblando, sostenida por Sofía y el profesor.
—¡Alina! ¡Respirá! ¿Qué pasó?
No podía hablar.
No podía explicar.
No podía seguir mintiéndose a sí misma.
Algo dentro de ella había despertado.
Y lo que fuera…
ya no iba a volver a dormir.
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Media hora después, estaba en la enfermería, envuelta en una manta, con un vaso de agua entre las manos.
—Un ataque de ansiedad —dijo la enfermera—. Es normal a tu edad. No te preocupes.
Normal.
Ahí estaba la palabra otra vez.