La tarde caía lenta sobre la ciudad, tiñendo las nubes de un rojo apagado que se estiraba como una herida en el cielo. Alina caminaba por la vereda con las manos aún temblorosas, cerrando y abriendo los dedos como si todavía pudiera sentir el eco de la marca ardiendo entre sus clavículas. La visión del clan... el murmullo de "Pequeña Luna"... todo había quedado dando vueltas en su cabeza como un enjambre inquieto.
Había salido del instituto en automático. No recordaba la mitad de la última clase, ni cómo había guardado sus cosas, ni qué excusa le había dado a su profesora para irse antes. Lo único real ahora era el aire frío sobre sus mejillas y el latido insistente en su propio pecho, que parecía repetir una advertencia desconocida.
Tenés que olvidar.
Tenés que seguir como si nada hubiera pasado.
Pero no podía.
Pasó frente a una hilera de edificios viejos donde las ventanas parecían vigilarla. Cada sombra le daba la sensación-ridícula pero persistente-de que algo la observaba desde dentro de ellas. Algo antiguo. Algo que la reconocía aunque ella no supiera su propio nombre verdadero.
Su respiración se aceleró.
-Tranquila... -murmuró, intentando recuperar ritmo.
Giró la esquina que la llevaba hacia la tienda del barrio. La señora Martez, del hogar, le había pedido que comprara pan, algunas verduras y jabón. Un mandado normal. Una excusa perfecta para caminar un poco, despejarse y convencer a su mente que lo ocurrido había sido solo... un desvarío. Un sueño extraño. Un efecto del estrés.
¿Pero cómo olvidarlo?
La voz que la llamó "Pequeña Luna" no sonó ni humana ni imaginaria.
Y la sensación de que alguien-o algo-se estaba acercando desde la oscuridad persistía como un escalofrío constante.
Empujó la puerta del minimercado y el tintineo del pequeño cascabel colgado arriba le resultó casi dolorosamente normal. Entró, tomó una canasta de plástico y se obligó a respirar hondo.
-Pan, tomates, jabón... -susurró para sí, como si enumerarlo le anclara la mente.
Avanzó entre los pasillos lentamente. El murmullo del refrigerador, el olor a fruta, la voz del cajero hablando por teléfono... todo funcionaba como un calmante suave. Un recordatorio de que ese era su mundo. Su vida. Su realidad.
Hasta que dobló por el pasillo del pan.
Y chocó con alguien.
No fue un golpe fuerte; más bien, una colisión inesperada que la hizo perder el equilibrio medio segundo. La canasta se inclinó y algunos tomates rodaron por el piso. Ella soltó un sobresalto audible.
-Perdón -respondió de inmediato una voz masculina, baja, suave... pero con algo en su tono que le recorrió la columna como un escalofrío eléctrico.
Alina levantó la vista.
El chico frente a ella parecía sacado de un error en la simulación de su vida: completamente fuera de lugar. Alto, delgado pero con músculos definidos bajo la campera negra. El pelo gris, rapado a los costados pero largo arriba, recogido en una cola floja. Un par de mechones plateados le caían sobre la frente, enmarcando un rostro que era demasiado joven para esa mirada tan seria. Sus ojos... dios, sus ojos... grises tan claros que parecían hielo bajo la luz blanca del local.
Por un instante, no respiró.
Él también la observó en silencio unos segundos, como si la estuviera analizando, o reconociendo, o buscando algo en su expresión.
-No... no pasa nada -dijo ella, finalmente, aunque la voz le salió más temblorosa de lo que quería.
Él bajó la mirada, se inclinó y recogió los tomates con un movimiento sorprendentemente ágil.
-De verdad, perdón -repitió al ponerse de pie, y esta vez sonrió apenas, una sonrisa mínima, fugaz. Demasiado amable. Demasiado... controlada.
Alina tomó los tomates, intentando no mirarlo demasiado. Algo en él la inquietaba, pero no de forma negativa. Era más bien una presión, una presencia intensa que la hacía sentir expuesta, como si él pudiera ver más de lo que mostraba.
-¿Estás bien? -preguntó él de repente, con una seriedad que no esperaba.
-Sí. Solo fue un susto -respondió ella, tragando saliva.
Los ojos grises se mantuvieron un segundo más sobre los suyos. Y por alguna razón, Alina sintió que él estaba a punto de decir algo más. Algo importante. Algo que cambiaría todo.
Pero no lo hizo.
En su lugar, inclinó la cabeza en un gesto cortés y dio un paso hacia el costado para dejarla pasar.
-Entonces... que tengas una buena tarde -murmuró.
Alina asintió sin saber bien por qué.
-Igualmente.
Él avanzó por el pasillo contrario, sin mirar atrás.
Ella quiso seguir con sus compras, quiso convencerse de que había sido solo un encuentro raro con un chico atractivo... pero algo en su interior, algo profundo y enterrado, sangró una advertencia silenciosa:
Ese no es cualquier chico.
Lo conozco.
Lo conozco de algún lugar que no debería existir.
Y mientras Alina intentaba ignorar ese pensamiento imposible, detrás de las estanterías, el joven se detuvo. Muy quieto. Como si sintiera algo. Como si aquella breve colisión hubiera confirmado algo que llevaba años esperando.
-Alina... -susurró su nombre sin pronunciarlo del todo, un eco atrapado entre los dientes.
Y sus ojos grises brillaron un instante con un reflejo antiguo.
Uno que no pertenecía al mundo humano.