Crónicas del abismo: La hechicera prohibida

Capítulo 5

El cielo se había vuelto un lienzo naranja y violeta cuando Alina salió finalmente de la biblioteca. El sol descendía lento, aplastando las sombras contra los edificios como si quisiera esconder algo bajo ellas. La brisa de la tarde se coló por su ropa y levantó un mechón rebelde de su cabello oscuro, pero ella ni lo notó. Estaba demasiado ocupada sosteniendo las bolsas del mercado, los papeles que había conseguido y, sobre todo, el peso creciente de una inquietud que no lograba poner en palabras.

Había entrado a la biblioteca buscando respuestas.
Y salió con más preguntas que nunca.

Ajustó las bolsas en sus manos. El plástico crujió como un susurro incómodo.

No debería ser tan difícil simplemente… volver al hogar. Caminar tres cuadras, cruzar la plaza, esquivar a los chicos que andaban en bicicleta, y ya. Una rutina que conocía desde los doce. Una ruta repetida cientos, quizás miles de veces. Pero hoy, cada paso le parecía extraño, como si avanzara en una calle que se estaba desdoblando sobre sí misma.

Era culpa de esa frase.

Esa frase que él había dicho con demasiada tranquilidad.

“Deberías volver al hogar antes de que oscurezca.”

Era solo una frase, pero había sonado como un diagnóstico.

No se la podía sacar de la cabeza.

Lo había dicho sin mirarla directamente, mientras ella recogía el libro que se le había caído. Su voz fue suave, pero firme. Como si diera instrucciones. Como si tuviera autoridad. Como si… supiera.

Alina frunció el ceño mientras cruzaba la calle.
¿Cómo podía saberlo?
Ella no había dicho nada. No lo había mencionado. Ni siquiera había insinuado algo relacionado con su vida en el hogar.

Él no debería saber nada de ella.

Y sin embargo, lo sabía.

Su paso se aceleró sin que lo notara. El cielo seguía apagándose, la luz volviéndose más azulada. Las sombras de los árboles se estiraban hacia el asfalto, largas, delgadas, casi vivas. A Alina se le erizó la piel. Las sombras siempre le habían producido esa mezcla extraña entre familiaridad y alerta. Desde niña, parecían llamarla. O seguirla. O ambas cosas al mismo tiempo.

Sacudió la cabeza. Necesitaba concentrarse.
No podía dejar que las visiones del mercado la distrajeran de nuevo.

Respiró hondo cuando la fachada del hogar apareció finalmente al final de la calle. Aunque era un edificio simple —dos plantas, paredes claras, ventanas grandes, un jardín pequeño al frente—, para muchos niños era el único refugio del mundo. Para ella también lo había sido, al menos hasta hoy.

El porche estaba iluminado. Podía escuchar voces infantiles desde adentro, una mezcla de risas, peleas y el silencio que se intercalaba entre actividades. Algo cálido, algo humano.

Empujó la puerta con el codo, porque las bolsas ocupaban sus manos. La puerta cedió con un chirrido familiar.

El aroma a sopa caliente la envolvió de inmediato.

Y también la voz de Martina, la encargada, que apareció desde la cocina limpiándose las manos en un delantal.

—¡Alina! —dijo con un gesto de alivio— ¿Dónde te metiste todo el día?

—Perdón —respondió ella, procurando sonar normal—. El mercado estaba lleno, y… después pasé por la biblioteca.

Martina la miró con aprobación distraída, como siempre que Alina mencionaba libros. Nunca hacía demasiadas preguntas. Era una de las razones por las que Alina se llevaba bien con ella.

—Deja las bolsas ahí —indicó la mujer, acercándose al mostrador—. Yo guardo todo.

Alina obedeció y sintió inmediatamente que sus brazos descansaban, como si hubiera estado cargando más que cosas materiales todo ese tiempo. Mientras Martina revisaba las compras y asentía satisfecha, Alina se apoyó un momento contra la encimera.

Pero el alivio duró poco.

Porque su mente, testaruda, volvió a la misma pregunta.

¿Cómo sabía él que vivía en un hogar?

No era información pública.
No era algo visible.
No era algo que uno adivinara.

Alina bajó la mirada, incómoda consigo misma. Podía inventar mil excusas: tal vez era del barrio, tal vez la había visto antes, tal vez alguien lo mencionó… pero ninguna encajaba del todo. No con la forma en que él lo dijo. No con ese tono neutro, casi frío, que sonó demasiado a certeza.

Además, había otra cosa.
Algo que le costaba admitir incluso para ella misma.

La forma en que él la había mirado.

Esos ojos grises, profundos como una tormenta que todavía no se desata, la habían observado con una mezcla rara de distancia y… reconocimiento. Como si la conociera de algún lugar. Como si supiera algo que ella misma no sabía.

Alina se forzó a parpadear.
Tenía que dejar de pensar en eso.

Las voces de los demás chicos la sacaron de su cabeza. Estaban comiendo en el comedor común y la cena parecía haber terminado hacía poco. Ella entró al salón y se encontró con la escena de siempre: cubiertos desordenados, risas dispersas, alguna que otra discusión por un postre, un par de niños contando anécdotas que no tenían ningún sentido.

—¡Alina! —gritó una nena pequeña de pocos años, levantando una cuchara—. ¡Te guardé un pan!

—Gracias —sonrió ella, genuinamente enternecida.

Se sentó a un costado, aunque sin demasiadas ganas de comer. Cortó el pan, tomó un par de cucharadas de sopa ya tibia, pero estaba distraída. Cada tanto alguien le hacía una pregunta o un comentario, pero ella respondía apenas lo suficiente como para no parecer ausente.

—¿Estás bien? —preguntó uno de los chicos más grandes, al notar su silencio.

—Sí. Solo cansada —mintió.

Nadie insistió. Estaban acostumbrados a que Alina tuviera días en los que no hablaba demasiado. Días donde parecía estar en dos mundos al mismo tiempo.

Después de ayudar a levantar un par de platos, subió a su habitación. El hogar estaba más silencioso ahora; se escuchaba el sonido lejano de una televisión en la sala, el correr de agua en un baño, pasos dispersos en el piso de madera.



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En el texto hay: vampiros, lobos, hechiceros

Editado: 13.12.2025

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