Crónicas del abismo: La hechicera prohibida

Capítulo 6

El amanecer llegó sin que Alina hubiese dormido realmente.

Había pasado la mayor parte de la noche dando vueltas, cambiando de posición, estirando una mano hacia la pared fría, luego intentando cubrirse por completo bajo las sábanas como si eso pudiera mantener lejos la inquietud que la rondaba. No era insomnio habitual; no era ansiedad por sus clases ni por el trabajo en el hogar. Era algo más profundo, más primitivo, como si su cuerpo hubiera escuchado un sonido que su mente aún no podía descifrar.

Cuando finalmente decidió rendirse a la realidad, el cielo apenas comenzaba a teñirse de azul. El hogar de niños estaba en un silencio absoluto, roto solo por la respiración de los más pequeños que dormían en habitaciones cercanas. Alina se incorporó lentamente, sintiendo el peso de la noche en los párpados, en los músculos, incluso en los pensamientos.

Se sentó al borde de la cama durante un largo minuto, sin prisa. Respiró hondo, intentando sacudirse la sensación de presión en el pecho. Algo había cambiado; podía sentirlo en la piel, en la electricidad del aire. Como si la noche hubiese arrastrado tras de sí un mensaje que aún vibraba en las paredes.

Finalmente se levantó, caminando descalza hacia la ventana. Abrió las cortinas con un movimiento suave, dejando que el amanecer inundara la habitación.

Y entonces se congeló.

El vidrio estaba empañado.
Pero no por la humedad externa.
Sino por dentro.

Y en medio de ese empañado, había un dibujo trazado con un dedo. Un símbolo perfecto, redondeado, delicado, como si alguien lo hubiera hecho con extremo cuidado:

Una luna abierta.
Exactamente la misma forma que llevaba marcada entre las clavículas.

Alina sintió cómo el aire se detenía un instante, suspendido. Su mano voló instintivamente hacia la marca en su piel. La tocó. Estaba tibia. Más tibia de lo normal. Como si respondiera al símbolo del cristal. Como si hubiera estado esperando ver esa forma desde hacía mucho tiempo.

—No puede ser —murmuró en voz baja, y su voz sonó mínima, insignificante dentro de la habitación.

Parpadeó varias veces, intentando asegurarse de que no estaba soñando. Pero el dibujo seguía ahí, perfecto, húmedo, reciente. No era una ilusión. No era producto del cansancio. Alguien —o algo— había estado en su habitación durante la noche.

Algo con dedos.
Algo que sabía cómo era su marca.
Algo que no debía ser posible.

Un escalofrío le recorrió la espalda, tan intenso que le erizó la piel. Y justo entonces, en el borde de su visión, algo se movió. Una sombra. Pequeña. Ligera. Antinatural. Una forma sin forma que se deslizaba por un rincón de la habitación. Su corazón dio un vuelco, pero cuando giró la cabeza, ya no había nada.

Solo la luz del amanecer.
Solo la habitación donde había dormido toda su vida.
Solo su respiración acelerada.

Pero lo había visto.
Sabía que lo había visto.

Las sombras nunca se movían así.
No en el mundo normal.
No en el mundo humano.

Por un instante, recordó el depósito del hogar cuando era niña: esa oscuridad demasiado densa, demasiado viva, que la observaba sin ojos. Ese miedo que nunca supo explicar. Y ahora, esa misma sensación volvía a aflorar, como una serpiente que había permanecido dormida durante años, esperando pacientemente el momento adecuado para levantar la cabeza.

—Estoy exhausta —se dijo a sí misma—. Nada más. Solo… estoy exhausta.

Pero sabía que era mentira.

Sabía que algo más estaba sucediendo.
Que algo la había seguido desde la biblioteca.
O que había despertado dentro de ella.

Intentó respirar profundamente para calmar el temblor en las manos. Luego se vistió con movimientos lentos, casi automáticos. Las medias, el pantalón, la camiseta suelta. Se recogió el cabello, se lavó la cara, dejó que el agua fría la golpeara para forzar a su mente a volver al mundo tangible.

Pero incluso así, la marca seguía caliente.
Como un latido ajeno.

Como el eco de un nombre que aún no conocía:
Nyxara Vaeltharis.

---

Cuando bajó a la cocina, la casa ya comenzaba a despertar. Los más pequeños corrían por los pasillos desordenados, algunos peleaban por quién se sentaba en cuál silla, otros insistían en que no querían desayunar.

Ese caos cotidiano siempre la hacía sentir segura. Siempre la devolvía a tierra firme.

—Tenés ojeras otra vez —comentó Martina sin mirarla demasiado, mientras revolvía la olla del desayuno.

—No dormí bien —respondió Alina, evitando detalles.

Martina arqueó una ceja, pero no presionó. En parte porque nunca había tiempo para conversaciones profundas por la mañana, y en parte porque ya había aprendido que Alina, cuando quería ocultar algo, sabía hacerlo perfectamente.

—Tomá —dijo la mujer, alcanzándole una taza de café caliente—. Esto no te va a devolver el sueño, pero por lo menos te va a mantener despierta en clase.

—Gracias.

Alina dió un sorbo, dejando que el café le quemara la lengua. Era una sensación simple pero reconfortante. Parte de la rutina. Parte de la normalidad. Algo que no podía cambiar.

Intentó caminar entre las mesas, ayudando a servir, recogiendo platos vacíos, respondiendo preguntas. Pero cada tanto, su mirada se desviaba sin querer hacia las ventanas del comedor. Buscaba algo. Temía algo. No sabía qué.

Cuando todos los niños mayores partieron hacia la escuela, el hogar quedó más silencioso, más lento. Y Alina, con su mochila colgada al hombro, se dispuso a salir también.

Pero entonces sintió el aire helarse a sus espaldas.

Giró la cabeza.

La puerta del depósito estaba entreabierta.

Eso era imposible.
Martina siempre lo cerraba por la noche.
Y nadie lo había abierto aún esa mañana.

Un pulso tibio recorrió la marca entre sus clavículas.
Un aviso.
Una advertencia.
Un llamado.

El depósito.
El mismo lugar donde, de niña, veía sombras imposible sin explicación.



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En el texto hay: vampiros, lobos, hechiceros

Editado: 13.12.2025

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