El día en el colegio había comenzado como cualquier otro. Alina se sentó al fondo del aula, el lugar donde siempre podía observar sin ser observada. El murmullo de los estudiantes llenaba el salón, y la profesora hablaba con entusiasmo sobre materiales, fechas de entrega y exámenes próximos.
Pero esa mañana, Alina no escuchaba nada.
El mundo le llegaba amortiguado, como si estuviera sumergida bajo el agua. Sentía las palabras, pero no captaba su significado. El lápiz temblaba entre sus dedos. Sus ojos, sombreados por el cansancio, se perdían una y otra vez en las ventanas del aula. Cada reflejo, cada sombra moviéndose por el pasillo, cada vibración ligera en el aire la hacía sobresaltarse.
La marca entre sus clavículas ardía.
No como un simple calor… sino como un pulso.
Un latido.
Marcado, insistente.
Propio.
Como si fuese un corazón distinto al suyo.
Se tocó la piel por encima de la ropa. No era su imaginación. No era ansiedad. Era algo que respondía a ella… o que intentaba que ella respondiera.
—Alina —la profesora la llamó por tercera vez.
Ella reaccionó tarde, con un pequeño sobresalto.
—Sí… sí, profesora. Perdón.
—Te notás distraída. ¿Todo bien?
No.
Nada estaba bien.
Pero solo respondió con un asentimiento vacío.
La profesora siguió explicando, pero Alina ya no podía concentrarse. Algo en el aire cambió. Como si un frío repentino bajara del techo y se instalara solo sobre su mesa. Un soplo helado, perfectamente definido, como un aliento apoyado en su nuca.
El lápiz cayó de sus dedos.
Y entonces lo escuchó.
Un murmullo.
Una voz.
No humana.
No tangible.
No ubicada en la realidad que la rodeaba.
"Nyxara..."
Su cuerpo entero se tensó. No era un pensamiento. No era producto de su cansancio. Era una voz que resonó detrás de su oído, clara, profunda, como si hubiera atravesado la piel del mundo para llegar a ella.
"Nyxara…"
Otra vez. Más nítida.
Su respiración se cortó.
Las luces del aula parpadearon —una, dos, tres veces— antes de estabilizarse. Varios alumnos se quejaron, otros rieron. Nadie lo vio como algo extraño.
Pero Alina sí.
Porque junto con ese parpadeo, las sombras de las paredes cambiaron de forma.
Se estiraron.
Vibraron.
Se agitaron como si tuvieran vida propia.
Y una de ellas, en la esquina superior del salón, se despegó del muro de una manera antinatural, como un humo al revés, formando la silueta de una figura alta, delgada, casi humana… que la miraba sin ojos.
"No huyas de nosotros…"
Alina gritó por dentro.
Por fuera, solo emitió un jadeo ahogado.
La profesora siguió hablando, ajena. Los compañeros también.
Solo ella veía cómo las sombras temblaban, avanzaban, se retorcían como seres vivos atraídos por su marca.
La marca ardió más fuerte.
Una quemadura.
Un llamado.
"Regresa, Nyxara…"
No podía respirar.
Se levantó de golpe, tirando la silla. Varias cabezas se giraron hacia ella.
—Alina, ¿qué te pasa? —preguntó la profesora, sorprendida.
Pero Alina no respondió.
No podía.
Algo dentro de ella se estaba rompiendo.
O despertando.
Y no quería estar encerrada cuando eso pasara.
Salió corriendo.
Atravesó el pasillo sin mirar atrás, empujando puertas, bajando escalones casi a trompicones. Siguió corriendo incluso cuando la luz se volvió demasiado brillante y las sombras demasiado densas. Su visión comenzaba a distorsionarse: el mundo ondulaba como si estuviera hecho de corrientes de aire y no de materia.
—No… no, no, no… —gimió, temblando mientras bajaba la última escalera.
Algo se movía detrás de ella.
Algo la seguía.
No con pasos… sino como un arrastre líquido que rozaba el suelo.
El sonido la perseguía.
El murmullo aumentaba.
"Nyxara… perteneces a la sombra… vuelve…"
—¡Basta! —gritó ella.
Pero el mundo no obedeció.
Las sombras se torcieron de nuevo, como manos enormes que querían aferrarla.
Y entonces, en esa desesperación, en ese terror abrumador, su mente hizo algo que no entendió del todo:
Pensó en él.
En el chico extraño de pelo gris.
En sus ojos color tormenta.
En la forma en que la había mirado en la biblioteca.
En la manera inexplicable en que sabía que ella venía del hogar.
En la seguridad fría que irradiaba.
No sabía su nombre.
Pero en su mente, su presencia se elevó como un faro en medio de la oscuridad.
"Ayuda…"
No lo dijo en voz alta.
Pensó.
Sintió.
Pidió.
No sabía que lo estaba llamando.
No sabía que él podía escucharlo.
Pero él lo escuchó.
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La sombra del pasillo se agitó violentamente. Algo se desprendió del techo como un latigazo oscuro, avanzando hacia ella.
Alina chocó contra la puerta de salida. La empujó. Salió a la calle casi sin aire. La luz del sol la golpeó como una bofetada. Pero ni siquiera la luz frenó a la cosa que venía detrás.
Se tambaleó, las piernas fallándole.
El corazón latiéndole en las sienes.
El mundo girando.
El murmullo creciendo.
"Nyxara..."
Iba a caer.
Iba a desmayarse.
O algo peor.
Y entonces una mano la sujetó por la muñeca.
Firme.
Fría.
Poderosa.
La haló hacia adelante, sacándola de esa sombra que casi la alcanzaba.
El mundo volvió a enfocar.
La visión dejó de temblar.
El murmullo se apagó como si alguien hubiera cerrado una puerta entre mundos.
Ella levantó la vista.
Lo vio.
El chico.
El de la biblioteca.
El del mercado.
El extraño de pelo gris.
Pero no se veía como antes.
Sus ojos no eran meros ojos grises.
Brillaban.
Brillaban con un reflejo plateado, como acero mojado bajo la luna.
—Te encontré —dijo él, en voz baja, como si acabara de correr kilómetros, aunque su respiración era estable—. Sentí que estabas en peligro.