La casa de Kaelion Vaelrick, aunque silenciosa desde el exterior, vibraba con una corriente arcana que no pertenecía a ningún mago viviente. Los muros, grabados con runas antiguas del linaje Vaelrick, parecían respirar… como si esperaran una orden, como si reconocieran un peligro inminente.
Alina —o más precisamente, lo que estaba despertando dentro de ella— yacía sobre el sillón donde Kaelion la había dejado. Su respiración era tranquila, pero el aire alrededor se alargaba, se contraía, se curvaba. La magia nocturna, esa magia prohibida que solo un linaje extinto podía dominar, latía como un corazón adicional.
Y él lo sentía.
Kaelion estaba en el pasillo contiguo, apoyado contra una columna de ónice, con la mandíbula tensa y los brazos cruzados… como si así pudiera contener el temblor que recorría sus venas.
No el temblor del miedo.
El temblor del despertar.
Un leve brillo violáceo comenzó a formarse alrededor de los dedos de Alina. Era delicado, casi elegante… si no fuera por el hecho de que la luz parecía absorber otras luces en lugar de emitirlas.
—¿Otra vez…? —murmuró ella, entreabriendo los ojos.
La magia se retiró como una bestia sorprendida, escondiéndose justo bajo su piel. Su respiración se hizo irregular por un segundo.
—Genial —susurró, con ironía seca—. Me convierto en lámpara viviente sin pedirlo. Fantástico.
Intentó incorporarse, pero el aire a su alrededor se ondulaba suavemente, como si algo invisible le respondiera. Cuando apoyó una mano en el brazo del sillón, éste se oscureció un instante, como si la sombra misma la reconociera.
—Oh, perfecto —dijo—. Ahora también dejo huellas mágicas. Maravilloso. Totalmente normal.
Pero en sus ojos había más fascinación que disgusto. Instintivamente, probó dejar fluir un poco más… y el brillo regresó. Un anillo tenue, contorneando su brazo.
Algo dentro de ella sussurró.
“Nyxara…”
Su expresión cambió. No de miedo, sino de inevitable aceptación. Como si su cuerpo ya hubiera decidido por ella.
—Todavía no —murmuró—. Todavía no te quiero escuchar.
Pero la magia insistía. Y no iba a detenerse.
En el pasillo, Kaelion respiraba hondo. Demasiado hondo.
Su magia —una que no figuraba en ningún registro, una que ni él ni su clan Arcanshade habían visto jamás— se movía bajo su piel como brasas. No quemaba. Era peor. Esperaba.
Y lo esperaba a él.
—Tsk… basta —gruñó entre dientes, cerrando los ojos.
Pero la magia respondió como si fuera un animal al que acababan de provocar.
Un destello dorado recorrió sus venas por dentro, iluminándolo un instante. Las runas del pasillo reaccionaron con un vibrar grave.
—Genial —masculló—. Ahora brillo como ella.
Intentó disimularlo con cinismo, pero la verdad era otra: su magia nunca se había comportado así. Nunca había reaccionado a otra persona. Nunca había sentido… protección.
Y mucho menos celos.
La casa, sensible a él, se tensó. Una de las luces parpadeó. Otra se apagó.
Él gruñó.
—No empiecen ustedes también.
Pero empezaban.
Todo en esa casa era Vaelrick. Todo respondía a él.
Y todo estaba inquieto porque Alina estaba inquieta.
Ella salió tambaleando del salón, una mano en la sien, dejando un rastro de sombra suave que desaparecía en segundos.
—¿Kael? —preguntó, sin verle aún.
Él se enderezó, el pulso alterado por razones que jamás admitiría.
—Aquí.
Cuando se vieron, ambos se detuvieron.
Él vio el brillo violáceo que aún se disolvía en sus dedos.
Ella vio el rastro dorado que aún latía en sus manos.
—Ah —dijo Alina, arqueando una ceja con su típico sarcasmo—. Te estás iluminando. ¿Alguna nueva habilidad o te tragaste una luciérnaga?
Él la miró, con ese gesto entre seco y afilado que sólo ella lograba provocarle.
—Tú estás peor —respondió Kaelion, mirando las sombras que aún vibraban alrededor de sus brazos—. Si vas a convertirte en un fenómeno arcano, por lo menos avisa.
—¿Y vos? —replicó—. Tu casa está vibrando.
—No es mi culpa.
—¿Ah no? —cruzó los brazos—. Claro, porque yo soy la que tiene una mansión sensible.
Él bajó la mirada, exasperado… pero sonriendo apenas.
Una sonrisa corta. Íntima.
La primera en dos noches.
—Ven —dijo finalmente—. Tenemos que ver qué está despertando en vos.
—En nosotros, parece —apuntó ella.
Él guardó silencio.
No porque la idea lo incomodara.
Sino porque era cierta.
Cuando caminaron juntos por el pasillo, las luces reaccionaron.
Un leve parpadeo.
Una corriente de aire frío bajó de las escaleras.
Las runas en el piso se iluminaron tímidamente, como un saludo… o un reconocimiento.
Alina se detuvo.
—…Kael.
—Lo sé —dijo él.
—Esto no es normal.
—Lo sé.
—¿Tu casa me está saludando?
—No —dijo Kaelion, pero la mirada lo traicionó.
Ella arqueó una ceja.
Él resopló.
—Tal vez.
—¿“Tal vez”? —repitió ella, con una sonrisa ladeada—. ¿Tus paredes tienen personalidad?
—No empieces.
—Too late.
Ella siguió caminando, tocando suavemente la baranda de la escalera.
Esta vez, la madera brilló… y las sombras alrededor respondieron como si la conocieran.
Kaelion sintió su magia agitarse violentamente.
No por miedo.
Por reconocimiento.
Por… vínculo.
—Alina —dijo, acercándose—. No lo provoques.
Ella lo miró con una chispa divertida.
—¿Por qué? ¿Se va a poner celosa tu casa?
—Alina.
Pero ahora el tono era otro.
Más bajo.
Más… cercano.
Ella lo miró directamente, y por un segundo, ningún sarcasmo logró interponerse.
Justo cuando Kaelion iba a acercarse más, un temblor leve recorrió el piso.
Alina jadeó.
La sombra —esa que ella no controlaba todavía— surgió como un destello violáceo detrás de su espalda.