El silencio que siguió al despertar de Nyxara no fue silencio.
Fue una respiración contenida por el mundo entero.
La luz azul plateada que había estallado desde la habitación aún vibraba en el aire como si no quisiera disiparse. Las paredes del antiguo hogar Vaelrick, reforzadas con sellos arcanos, parecían exhalar después de resistir un poder que no había sido pronunciado en siglos.
Kaelion todavía tenía una mano en la cintura de Nyxara, como si temiera que si la soltaba, ella pudiera desvanecerse o ser arrancada de él. Él no lo decía —jamás lo haría, era Kaelion Vaelrick— pero su agarre hablaba más claro que cualquier conjuro.
Nyxara, aún jadeante, mantenía los ojos abiertos, uno gris como ceniza de tormenta, el otro celeste como hielo quebrado. Brillaban con la energía nocthara que finalmente se había reclamado a sí misma.
La marca de la luna, ahora completa y luminosa, reposaba sobre su piel entre las clavículas, latiendo en sincronía con ella… y con él.
Kaelion tragó saliva, con una mezcla de temor reverente y algo que ni siquiera su frialdad calculada podía ocultar.
—Sigues mirándome así —murmuró Nyxara, aún sin recuperar del todo la voz— y voy a pensar que no te arrepientes de haber provocado esto.
Kaelion alzó una ceja.
—Yo no provoco cataclismos. Los contengo. O al menos lo intento.
Nyxara arqueó una sonrisa suave, aunque sus hombros temblaban.
—¿Eso fue un halago hacia mí?
—No. Fue un hecho —respondió él, demasiado rápido, demasiado tenso. El rubor apenas contenido en su tono lo traicionaba.
Ella apoyó la frente en su pecho. Por un momento, Kaelion se quedó congelado, como si no supiera qué hacer con el contacto. Luego, lentamente, su brazo subió hasta rodear su espalda, con un cuidado casi doloroso.
Pero la calma no duró.
Un crujido retumbó en los pasillos.
Un sello se activó en algún punto de la mansión.
Kaelion reaccionó instantáneamente: ojos oscuros, brillo carmesí oculto tras la iridiscencia hechicera, postura defensiva.
—No —susurró Nyxara, aferrándose a su camisa—… espera.
Él se tensó.
—No esperaremos nada si alguien acaba de intentar entrar. Tus poderes aún no se estabilizan, y yo…
No terminó la frase.
No necesitaba hacerlo.
Él haría arder el mundo antes de permitir que alguien la tocara.
Pero ella ya estaba escuchando algo que él no podía oír.
Un murmullo antiguo, una voz sin boca, un recuerdo sin dueño.
La Luna Rota… la noche en que su clan fue masacrado… los gritos, las llamas, los hechiceros cayendo uno por uno… y al final, la figura envuelta en oscuridad que la había arrancado de los brazos de su madre.
Nyxara apretó los dientes.
Una lágrima silenciosa cayó sin permiso.
Kaelion la vio y la furia se encendió en él al instante, una chispa salvaje que no pertenecía a un hechicero.
—¿Qué viste? —su voz era baja, pero vibraba como un trueno contenido.
Nyxara respiró hondo.
—Vi… todo. Mi clan. Mi madre. El sacrificio. La noche que mi poder fue sellado. Kaelion… sé quién ordenó la masacre.
Él sintió cómo su corazón se detenía.
Nyxara alzó el rostro hacia él. Sus ojos desiguales ardían.
—Y no fue un clan enemigo. Fue alguien del Consejo.
Kaelion sintió un vacío en el estómago.
Una traición ancestral, entretejida en su historia, en la suya, en la de ella.
—Dime quién fue —pidió, con una calma falsa que amenazaba con romperse.
Nyxara negó con la cabeza.
—No puedo. No todavía. No hasta que controle esto… —una oleada nocthara se escapó de su piel, plateada y vibrante— …y no hasta estar segura de que no te lastimarán a ti por saberlo.
Ese “a ti” fue un arma.
Él la tomó del mentón, inclinandola hacia sí.
—Nyxara… ya es demasiado tarde para protegerme. Me atrapaste desde el momento en que dijiste mi nombre como si lo recordaras de otra vida.
Ella se sonrojó.
—Tu culpa por tener un nombre tan dramático.
Una sonrisa cargada de peligro, poder y ternura cruzó el rostro de Kaelion.
Un nuevo golpe de energía recorrió la casa.
Los dos giraron.
Pero esta vez no era un intruso.
Era la magia.
La suya.
La de él.
Entre ambos, las energías resonaron como dos notas destinadas a encontrarse.
La nocthara de Nyxara y la energía arcana latente —hasta ahora dormida— en Kaelion Vaelrick comenzaron a entrelazarse en espirales que iluminaban el aire.
—Kaelion… —susurró ella— ¿qué está pasando?
El poder de él se alzó, indómito, respondiendo al de ella.
Como si siempre hubiese estado esperando este momento.
—No lo sé —admitió Kaelion, y por primera vez en su vida, sonó genuinamente desconcertado—. Pero tú lo despertaste.
La casa completa tembló.
Las sombras se replegaron.
La luz se concentró.
Y ante la marca lunar de Nyxara, una nueva marca —una completamente distinta— comenzó a formarse sobre la piel de Kaelion, justo sobre su clavícula.
Un símbolo antiguo.
Uno prohibido.
Uno que el Consejo temería más que a cualquier enemigo externo.
Nyxara lo miró, con los labios entreabiertos y el corazón desbocado.
—Kaelion… eres…
No terminó la frase.
Seguro de lo que era.
Pero sí entendió algo.
—Estamos perdidos —dijo Kaelion, con un tono sarcástico que no ocultó el estremecimiento en su voz—. Y para colmo, destinados a complicarnos la vida mutuamente.
Nyxara sonrió apenas.
—No suena tan mal.
Él la acercó más, con un gesto tan natural que podría haberse confundido con años de hábito.
—Entonces —susurró contra su frente— que arda el mundo.
Y juntos, mientras las marcas brillaban en sincronía, aceptaron la verdad:
El despertar de Nyxara había comenzado algo que ya no se podía detener.
Ni por el Consejo.
Ni por los clanes.
Ni por la muerte.