La tormenta tenía un nombre en Thalorim. La llamaban el Rugido del Kraken, una furia de vientos huracanados y olas tan altas como colinas que, según las leyendas, era el aliento del propio leviatán.
Lucaris, segundo oficial del Viento Salado, había navegado a través de ella tres veces. Thalorim era un continente de tormentas y corsarios, y su gente estaba hecha de sal y acero. Pero esto era diferente.
Esto no era el rugido limpio y furioso del océano. Era un aullido malévolo. El cielo no era gris, era de un púrpura enfermizo, y el mar no se agitaba, hervía.
El Viento Salado crujió una última vez, el sonido de las costillas de un gigante rompiéndose, y luego el mundo se convirtió en una vorágine de agua helada, astillas y oscuridad.
Cuando lucaris recuperó la conciencia, fue la arena negra la que lo saludó. Tosió, expulsando agua salada que le quemaba los pulmones, y se arrastró tierra adentro, lejos de las olas que lamían perezosamente los restos de su barco.
El silencio fue lo segundo que notó. Tras el caos ensordecedor de la tormenta, el silencio era absoluto, pesado, como si el propio aire estuviera muerto.
Se puso en pie, tiritando.
El cielo seguía cubierto, pero la luz era gris y plana. Estaba en una playa sembrada de rocas afiladas y lisas, bajo acantilados que lloraban hilos de agua brumosa.
Esto no era Thalorim, con sus calas vibrantes y sus junglas esmeralda. Tampoco era la legendaria Eldralith, de la que los marineros hablaban en susurros, un continente envuelto en brumas místicas donde se decía que las estrellas cambiaban de lugar y las brújulas giraban sin control.
No. El hedor a descomposición en el aire y la opresiva sensación de ser observado solo podían significar una cosa. Había naufragado en la costa de Gravenholt.
"El yermo de las tumbas",
lo llamaban en los puertos de Thalorim. La tierra maldita. El continente que había recibido el golpe más duro de La Ruptura, aquel cataclismo de hacía milenios que había rasgado el velo de la realidad y vomitado horrores sobre el mundo.
Mientras que los otros continentes se habían recuperado, Gravenholt había quedado herido, infectado. Una tierra de monstruos y hombres sombríos que se aferraban a un Credo fanático, rezándole a una llama para que mantuviera a raya una oscuridad que nunca se había ido del todo.
La supervivencia dictaba el movimiento. Tierra adentro. Tenía que haber un pueblo, un refugio. Mientras caminaba, dejando atrás el mar, el paisaje se volvió aún más desolador. Los árboles estaban torcidos, sus ramas desnudas parecían garras que arañaban el cielo nublado.
No había pájaros. No había el sonido de ningún animal. Solo el susurro del viento entre las rocas.
Después de lo que parecieron horas, vio una voluta de humo en la distancia. Un pueblo.
La esperanza, un músculo que no sabía que tenía, se contrajo en su pecho. Apresuró el paso, tropezando a través de la maleza.
A medida que se acercaba, la sensación de extrañeza se intensificó. No había gritos de niños, ni el martilleo de un herrero, ni el ladrido de un perro.
El humo que había visto no salía de una docena de chimeneas, sino de una sola. Los restos humeantes de una casa.
Entró en la calle principal del pueblo. Las puertas de las cabañas estaban abiertas, balanceándose con la brisa.
Vio un carro volcado, sus mercancías —pescado seco y redes— esparcidas por el barro. Vio una muñeca de trapo tirada junto a un charco. Pero no vio a nadie.
—¿Hola? —su voz sonó débil, absorbida por el silencio.
Se acercó a una de las cabañas. La puerta colgaba de una sola bisagra.
Dentro, la mesa estaba puesta para la cena, la comida a medio consumir y cubierta de moho. Pero no había señales de lucha. Ni sangre, ni muebles rotos. Era como si los habitantes se hubieran desvanecido en el aire.
Entonces lo olió. Un aroma dulzón, casi floral, que subía del pequeño sótano. Con el corazón martilleándole en el pecho, bajó los escalones de madera.
En el centro del sótano de tierra, yacían los cuerpos de una familia. Estaban pálidos, sus pieles grises y apergaminadas, pero intactos. Sus ojos estaban abiertos fijos en el techo,
y en sus rostros había una expresión de profunda y abrumadora tristeza, como si hubieran muerto de pura pena.
Un terror helado se apoderó de lucaris. Esto no era obra de bandidos. Ni siquiera de un monstruo normal. Esto era algo diferente. Algo antinatural.
Subió corriendo los escalones, tropezando al salir a la luz gris. Necesitaba huir. Ahora.
Fue entonces cuando oyó un sonido detrás de él.
Provenía de la última cabaña, la que estaba al final de la calle. No era un gruñido ni un rugido. Era un sollozo suave y lastimero. El llanto de un niño.
A pesar del miedo, la decencia de un marino de Thalorim lo impulsó a moverse. Corrió hacia el sonido, con la mano en la empuñadura de su cuchillo.
Quizás había un superviviente.
La puerta de la última cabaña estaba cerrada. La abrió de una patada.
Dentro estaba oscuro. El llanto se detuvo. En el rincón más alejado, una pequeña figura estaba acurrucada, de espaldas a él.
—¿Niño? —susurró lucaris —. ¿Estás bien?
La figura se estremeció, y luego, lentamente, se puso de pie y se giró.
No era un niño. Era alto y delgado, con extremidades demasiado largas que se movían con una fluidez antinatural. Su rostro era una máscara pálida y sin rasgos, excepto por una boca ancha que se curvó en una sonrisa llena de demasiados dientes. No tenía ojos, pero lucaris sintió su mirada sobre él, una mirada que no veía su cuerpo, sino que rebuscaba en sus recuerdos, buscando su dolor más profundo: la imagen de su hermano pequeño ahogándose en el mar años atrás.
El sollozo comenzó de nuevo, pero esta vez,lucaris lo reconoció. Era el llanto de su hermano.
El marinero de Thalorim levantó su cuchillo, pero ya era demasiado tarde. El monstruo se abalanzó, y lo último que vio lucaris no fue la oscuridad, sino el rostro de su hermano, sonriendo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
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Editado: 03.10.2025