Eldric - En el Camino
El nombre del glifo, pronunciado por una extraña en medio de un camino desolado, fue como una llave girando en una cerradura que Eldric no sabía que existía.
El cansancio de la batalla se evaporó, reemplazado por una alerta helada. Se acercó al carruaje, sus movimientos lentos y deliberados, sin apartar la vista de la hechicera. Sus guardias se tensaron, sus manos se posaron sobre las empuñaduras de sus espadas, pero un gesto casi imperceptible de ella los mantuvo en su sitio.
—¿Cómo sabes de eso? —preguntó Eldric, su voz un murmullo grave.
—Mi nombre es Elara Nyx. Mi trabajo es saber cosas que otros pasan por alto —respondió ella—. Y lo que sé es que la misma mano que profanó esa tumba en Mournhollow es la que atrajo a esa Manticora al desfiladero. Estás siguiendo el rastro de un solo hombre, Eldric Gravemont. Un artesano del caos. Y nosotras queremos contratarte para que encuentres su taller.
Justo en ese momento, la puerta del carruaje se abrió de nuevo. Eldric se detuvo a unos metros de distancia, su instinto gritándole que se preparara. La persona que descendió no era una hechicera ni un soldado. Era una joven de una nobleza tan evidente que casi parecía un aura.
Llevaba ropas de viaje, pero estaban cortadas con una elegancia que ninguna cantidad de polvo del camino podía ocultar. Su cabello oscuro estaba recogido en una trenza práctica, pero algunos mechones se habían soltado, enmarcando un rostro que era a la vez aristocrático y obstinado. Sus ojos, de un azul profundo, lo evaluaron sin miedo, con una intensidad que lo sorprendió. Vio su mirada detenerse en la sangre que lo cubría, en las cicatrices de sus manos, en la cabeza de la Manticora, pero no hubo ni un atisbo de asco.
Sólo una fría y calculadora evaluación.
Era Lady Seraphina Alcroft. Lo supo de inmediato. Había visto su blasón, el halcón de plata, en estandartes y puestos fronterizos. Era la "Corona del Deber" de la que hablaba la profecía, aunque ella no lo supiera.
Y en ese instante, la profecía de la bruja resonó en su mente como una campana fúnebre: "De tu sangre nacerá ella... la espina o la llama...". El aire pareció enrarecerse. Estaba frente a una mujer que representaba todo lo que debía evitar: el poder, la política, el futuro.
Seraphina - La Primera Impresión
Seraphina había esperado a un bruto, a un asesino con ojos vacíos. El hombre que estaba frente a ella era algo mucho más complejo y, por tanto, más peligroso. Eldric Gravemont era alto y de complexión poderosa, pero se movía con una gracia depredadora que desmentía su tamaño. Su rostro era una máscara de rasgos duros y cicatrices finas, y sus ojos grises eran como fragmentos de una tormenta de invierno: fríos, penetrantes y llenos de una inteligencia vigilante.
No había rastro de la locura o la sed de sangre que los sacerdotes del Credo atribuían a los "Nacidos Rotos". En su lugar, vio un cansancio profundo, una apatía controlada que parecía una armadura tan efectiva como el cuero endurecido que vestía. Vio al hombre que se había enfrentado a un Lamentador y a una Manticora en cuestión de días y no parecía impresionado ni por sus hazañas ni por la presencia de ella.
—Soy Lady Seraphina Alcroft —dijo, su voz firme a pesar del latido acelerado de su corazón. Estar tan cerca de una criatura de leyenda, un hombre que era mitad monstruo según las enseñanzas de su infancia, era desconcertante—. Mi casa está siendo atacada por un enemigo que se esconde detrás de garras y colmillos. Creemos que tú has visto su firma.
—He visto un glifo —respondió él, su voz grave haciendo vibrar el aire—. Eso no es asunto suyo.
—Se convierte en nuestro asunto cuando esos glifos aparecen en nuestras tierras, matando a nuestra gente y debilitando nuestro gobierno —replicó Seraphina, dando un paso al frente—. Te contrataré. No para matar a un solo monstruo, sino para cazar al hombre que los controla. Quiero su nombre. Quiero saber para quién trabaja. Y quiero que lo detengas.
Eldric la observó en silencio por un momento. Su mirada era tan intensa que Seraphina sintió la necesidad de retroceder, pero se mantuvo firme.
—¿Y qué ofreces? —preguntó él finalmente.
—Diez mil piezas de plata —dijo Elara, interviniendo—. Cinco mil ahora. Cinco mil cuando nos traigas las pruebas.
Era una fortuna. Suficiente para que un hombre desapareciera y viviera como un rey durante el resto de su vida. Eldric ni siquiera parpadeó.
—No —dijo.
Seraphina se quedó atónita. —¿No?
—Mi trabajo es simple —explicó él, su mirada pasando de Elara a Seraphina—. La gente tiene un problema con un monstruo. Me pagan. Mato al monstruo. Fin de la historia. Lo que me proponéis no es simple. Es una guerra de sombras entre casas nobles. Es traición y política. Me estáis pidiendo que meta la mano en un nido de serpientes, y ni siquiera saben cuál es la venenosa. El precio es demasiado alto, y no hablo del dinero.
Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse,
a dejar atrás a las mujeres, la profecía y la guerra que se avecinaba. Su vida era complicada, pero al menos era suya. No quería formar parte de la de nadie más.
—¿Y si el precio no fuera solo oro? —La voz de Seraphina lo detuvo. Sonaba diferente, menos como una noble dando órdenes y más como alguien jugando su última carta.
Eldric se giró lentamente.
—Te ofrezco algo más —dijo Seraphina, y esta vez, sus ojos brillaron con una luz feroz—. Te ofrezco acceso completo a la Biblioteca de la Casa Alcroft. Incluida la sección sellada. Los textos de la Antigua Era. Los que el Credo prohibió hace siglos.
Elara la miró, sorprendida por la audacia de la oferta.
Eldric permaneció inmósil, pero algo cambió en su interior. La Biblioteca Alcroft era legendaria. Se decía que contenía conocimientos perdidos desde antes de La Ruptura. Conocimientos sobre maldiciones de sangre, sobre linajes rotos, sobre la naturaleza de los monstruos... y de los hombres como él.
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Editado: 09.10.2025