Hace poco más de 500 años antes.
El día soleado y el clima usualmente caluroso empezaba a hacerse notar. La gente trabajaba a merced de su señora, no había quien le hiciera frente.
El campo, las chinampas no estaban dando los resultados deseados.
Cada vez menos cosechas eran beneficiosas y a hambruna crecía, desde que los dioses desaparecieron, la tierra misma había cambiado.
Ya no era tan fértil como antes y si no ocurrían sequías graves o eran las lluvias tan intensas las que acababan con los cultivos. No existía más equilibrio y sin embargo a Macihuatli o como ahora se hacía llamar, la Diosa Negra no le importaba. Mientras su ego le permitiera tener en su poder a los humanos y conquistar tierras, lo demás pasaba a segundo plano.
Ni siquiera se interesaba en su pueblo que podría dejar de existir. Si eso sucedía, estaba dispuesta a dar fin a esta era del sol y hacer uno nuevo. Uno que le pertenezca, del cual crearía humanos hechos para ser más fieles a ella.
Aún con todo, Itzmin, Nochipa, Tlapaltic y Ahuic ya tenían un plan en mente. Claro que era arriesgado, pero creían que sería de utilidad. Itzmin se había encargado de huir con precaución a las tierras cercanas al mar, allá donde la civilización Maya alguna vez gobernó.
Solo se conocía de un camino para llegar al inframundo. Coatlicue, madre de Huitzilopochtli se escondió tan bien, que la Diosa Negra no había podido encontrarla.
De manera cautelosa, reunió hechiceros de confianza para la batalla. Les pidió crear un artefacto con el cual lograran dar fin a esta era de sumisión.
A su vez, encaminó a Itzmin a llegar al inframundo, sin ser un difunto. Mictecacíhuatl, señora de los muertos y guardiana de los huesos tenía algo para él. Itzmin puso toda su valía en ese viaje, creyendo que sería parte del plan de batalla.
En el centro de las tierras conquistadas, Ahuic cumplía su función como la sirvienta favorita de la Diosa Negra. Rescatada por esta de las terribles estrellas de la noche, se ganó la confianza de la Señora al servirle con devoción por haberla salvado.
—Si tuviera que rehacer a la humanidad —le decía la diosa—, tú serías la única a la que dejaría con vida.
Tal era su favoritismo, que le daba libertades para tomar decisiones en su nombre, aunque claro, la joven no abusaba de la confianza, temiendo cometer un error que molestase a su Señora.
Y aun así, Ahuic no era feliz. Ver morir a su gente por las exigencias de su caprichosa Diosa le permitía tomar valor para rebelarse... Aunque no lo hacía, aún no.
Los hermanos Nochipa y Tlapaltic no eran más que jóvenes guerreros. Nochipa se disfrazaba de hombre para sobrevivir junto a su hermano, de lo contrario, sería casa y serviría a la Señora. No es que no lo hiciera como guerrera jaguar, pero así tenía más oportunidades de derrocarla.
Los cuatro guerreros habían sido seleccionados por Coatlicue; nuestra madre tierra tenía grandes expectativas en ellos, por algo los creyó dignos emisarios de los dioses.
En la época prehispánica, donde México como nación no existía, sino que diferentes altepetl habitaban en esta tierra, las exigencias de una gobernante caprichosa exigía sangre y ofrendas a su gusto.
Pero, aunque la gente ofrecía jóvenes en sacrificio para ella, la Señora no estaba del todo satisfecha. La insaciable sed de conquista le exigía más, por lo que bastante seguido se preguntaba ¿Qué existía más allá de sus tierras conquistadas? ¿Encontrar Aztlán le ayudaría a ser aún más poderosa? Quizá Coatlicue, quien escapó de forma magistral de sus planes, se escondía en ese lugar. Se había llevado consigo el arsenal de su hijo: la Xiuhcóatl, el arma más poderosa de los dioses y perteneciente a Huitzilopochtli.
Coatlicue logró recuperar la Xiuhcóatl después de ser arrebatada por su otra hija; Malinalxóchitl y justo a tiempo de que Macihuatli se hiciera de ella para siempre. Si tan solo la hubiese arrancado antes de sus garras, no la habría salvado en vano.
Al menos había impedido que la Xiuhcóatl siguiera explotada en malas manos.
Sin posibilidad de recuperar a Huitzilopochtli, Coatlicue se alió con las pocas deidades libres en secreto.
Oxomoco, diosa de la astrología, considerada como la noche. Y Mictecacíhuatl, señora del inframundo.
Oxomoco y su pareja dual Cipactonál, se encargaban de mantener en orden el tiempo y el calendario. Macihuatli no podía deshacerse de ellos o el equilibrio colapsaría por completo. Sin embargo, tanto Cipactonál, como Mictlantecuhtli, Señor del Inframundo, habían sacrificado sus vidas para desafiar a la Diosa Negra y liberar a seis de los dioses. No se tenía contemplado a quienes y cuantos rescatarían, más no desaprovecharon la oportunidad de encontrar esperanza a costa de sus vidas.
Habían sido bastantes específicos con la misión que Oxomoco y Mictecacíhuatl se mantuvieron al margen fingiendo estar en contra de sus esposos. De ellas dependía salvaguardar y esconder a los dioses liberados.
Sin levantar sospechas, Oxomoco, Mictecacíhuatl y Coatlicue planearon la primera fase del derrocamiento.
Los sacrificios de sus maridos no serían en vano.
Cuidando de los dioses rescatados, Tláloc y su esposa, Chalchiuhtlicue, Chantico y Xiuhtecuhtli, Xochiquétzal y Ehecatl, Micte fungió como intermediaria con los humanos.
Tenía una condición; llamar al guerrero más fuerte de los cuatro, no solo para brindarle un regalo, sino también para interactuar con los dioses.
Y así fue como consideraron a Itzmin el elegido entre los cuatro para acudir ante el llamado de la Señora del Inframundo.
El joven guerrero llegó a su destino, escondiéndose de los protectores y mensajeros de la Diosa Negra. El camino no fue fácil; bestias a las cuales eludir, las Tzitzimimes de las que había que escapar y pasando por alto las ganas de un descanso, una buena comida y el clima caluroso del sur.
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Editado: 16.10.2021